El milagro de mi conversión a Jesucristo
Todavía me estremezco de emoción al recordar ese momento
Por Tere Guerrero
Creía estar en el camino correcto, pero no encontraba cómo probarlo.
Cuando era adolescente, uno de mis tíos se convirtió al cristianismo y cada que tenía una oportunidad, trataba de persuadirnos de hacer lo mismo.
Con el tiempo, mis hermanos se fueron convenciendo de su teología y uno a uno se fueron volviendo «aleluyas», lo que generó en mi corazón mucho enojo y rencor hacía mi tío y el cristianismo en general.
Sólo quedábamos mi mamá y yo invictas dentro de nuestra religión. Hicimos un pacto muy solemne: a ninguna de las dos nos iban a disuadir. Jamás aceptaríamos semejante disparate, el cristianismo estaba descartado en nuestras vidas. Acto seguido, nos sumergimos más y más en nuestro credo.
Mi hogar era ahora el lugar de estudio para mis hermanos y sus nuevos amigos evangélicos. Me caían mal, se veían tan felices y yo me sentía cada vez más enfadada e insatisfecha con la división que los evangélicos habían causado en nuestra familia.
Como vivíamos en un lugar pequeño, desde mi habitación podía escuchar lo que los cristianos estudiaban, así que buscaba en mi propia Biblia todos los versículos bíblicos que iban mencionando.
Tenía la certeza de que algún día iba a encontrar un error y felizmente se los echaría en cara a cada uno de esos necios. Siempre tan seguros de su salvación, ellos creían que al morir se iban a ir directo al cielo. «¡Cuánta presunción!», pensaba yo.
Estuve alrededor de un año leyendo de manera frenética la Biblia todas las noches, buscando la verdad, sin entender nada. Me sentía enojada e incómoda, porque estaba segura de estar en lo correcto, pero no encontraba cómo refutar lo que ellos, tan seguros y contentos, afirmaban acerca de Dios, de la salvación y de la Biblia.
Me metí de lleno a la iglesia, sirviendo por aquí y por allá tratando de hallar paz, pero cada día mi corazón sangraba más por la duda y la insatisfacción. Creía estar en el camino correcto, pero no encontraba cómo probarlo.
Me sentía tan recta, santa y merecedora de la salvación, porque era una buena persona, no había cometido ningún pecado «grave» y ayudaba a los demás. Odiaba escuchar que la salvación no era por obras.
Un buen día, como de costumbre, llegaron los jóvenes que estudiaban la Biblia a mi casa. Abrí, pero al ver que eran ellos, les cerré la puerta en sus narices de manera muy grosera, solicitando que esperaran afuera para que mis hermanos los hicieran pasar. Acto seguido, me metí en mi trinchera, tomé mi Biblia, lista para seguir buscando el error en sus enseñanzas.
Al estudiar Romanos 3, sucedió el milagro más maravilloso de toda mi vida. Sentí que un velo se caía de mis ojos, de manera física y espiritual. Por primera vez entendí lo que leía. El pecado me tenía separada de Dios de manera irremediable y necesitaba un Salvador para tener vida eterna, necesitaba con desesperación a Jesucristo.
Mi corazón latía a mil por hora, la Biblia en ese momento me pareció absolutamente clara, entendible e irresistible. Lloraba sin control, salí de mi trinchera buscando a mis hermanos suplicando que me ayudaran a recibir a Cristo como mi Salvador. Mi corazón endurecido había tenido ese dulce encuentro con Dios.
Todos los presentes lloraron, alabaron a Dios, rieron y cantaron. No podían creer que la persona que momentos antes los había tratado tan cruelmente, ahora clamaba por perdón y salvación.
Todavía me estremezco de emoción al recordar ese momento. El 5 de mayo de 1990 le entregué mi vida a Jesucristo y jamás volveré atrás.
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