Yo tenía todo, pero...
El problema familiar se había convertido también en una crisis personal
Por Ana Lilia Palafox Oviedo
Muchas personas viven con el deseo de estar bien, sentirse a gusto, no tener problemas o simplemente pasarla. Y yo no fui la excepción.
Mi familia me daba casa, ropa, escuelas particulares, paseos, y una variada colección de juguetes que iban desde los más caros hasta los más novedosos.
De pequeña destaqué en eventos escolares que incluían baile, canto, actuación, reina de la primavera y también obtenía los primeros lugares en aplicación.
Cualquiera podría decir que era una niña dichosa. Nada me faltaba; sin embargo, sobraban los problemas. Lo que debía hacerme feliz no lo disfrutaba. Es que en mi hogar había problemas, pues mi papá bebía, mis hermanos desobedecían, mi mamá se angustiaba y yo solo observaba.
Al ingresar a la secundaria volví a destacar en diferentes actividades. Maestros y compañeros tenían una distinción especial por mí; los adultos me ponían de ejemplo y decían que era una jovencita centrada. Pero en casa los problemas se hacían cada vez más frecuentes, dolorosos y fuertes. Yo era muy pequeña para opinar; únicamente podía ver y callar.
Fue en la adolescencia cuando sufrí intensamente. Pasaba horas en mi cuarto llorando amargamente; me sentía impotente, pero me llamaban chillona, fantoche y exagerada.
El problema familiar se había convertido también en una crisis personal. No tenía a quién recurrir; a veces solo platicaba con Dios, pensando que quizá Él podía escucharme. Un día alguien me preguntó si aceptaba a Jesús. Dije que sí, pero no recuerdo cómo fue, y quien me lo dijo no volvió a verme.
Preparatoria, época de madurez. No lloraba tanto, pues una persona adulta no lo debe hacer. Los problemas seguían, pero quizá ya nos habíamos acostumbrado a ellos. En esta etapa pude ver mi vida y aunque era corta, me sentía cansada de fingir. A la gente no le podía decir lo triste que estaba, lo sola que me sentía, los problemas que había en casa ¡menos!
Estaba cansada de ser nada más una buena jovencita. No era igual a la mayoría; a veces me aburría de mí misma. No era capaz de hacer algo en contra de mi conciencia. Sabía lo que era malo y no lo hacía.
En casa decían que era una miedosa. Si no tenía novio me decían payasa. Si no me gustaban las fiestas entonces que me hacía del rogar. En fin, crítica tras crítica.
Cuando me sentía sola, triste y cansada llegué a pensar cosas que sabía que no las haría fácilmente: irme de la casa sin decir a dónde, o hasta consideré el suicidio. Pero no, no lo hice; ya era mayor y tenía que demostrar cordura. Opté por hacer lo que muchos: sonreír, fingir, aunque por dentro quieran gritar y llorar por no saber qué hacer.
Un día, mi hermano el mayor que de pronto había estado cambiando, nos invitó a un lugar donde “quizá no les guste”, decía. Y fue ahí donde recibí a Jesucristo como mi Señor y Salvador.
Llegó en el momento preciso. Mi papá había muerto, y un sentimiento de culpa me atrapaba.
Todo parecía gris, pero Jesús pudo transformarme y aunque pareciera que no lo necesitaba, solo Él podía darme una vida con propósito, esperanza, gozo y amor. Ahora vivo para servirle y soy feliz.