Para contarle a los nietos
Cómo comenzó nuestro gran amor
Por Saúl Fidel Arillo Carreño
Sucedió en Tepoztlán, el llamado pueblo mágico al norte del estado de Morelos, cuando comencé a salir con la que fue mi compañera por más de 43 años.
Era nuestra primera cita. Entramos al atrio de la Iglesia y convento, el cual recorrí más que con interés en la historia de la época colonial, en la encantadora señorita que caminaba a mi lado. Era mi primera novia, después de siete años de haberme convertido a Cristo a la edad de dieciocho. Ella recién había cumplido sus diecinueve, y como una flor silvestre en primavera, sus encantos femeninos eran como una explosión de belleza.
Caminamos tomados de la mano por los pasillos del viejo convento dominico y nos sentamos en una banca a la sombra generosa de un viejo sauce. No hubo ni siquiera un primer beso, pero con su cabeza en mi hombro (que para mí era suficiente premio), las horas parecieron minutos.
Cuando reaccionamos nos apresuramos a salir del atrio por la reja colonial que da al poniente. Al llegar a ella nos dimos cuenta de que ya estaba cerrada. ¡Qué horror! Nos dimos prisa hacia la reja que da al sur y también estaba sujeta por una cadena que como a un metro y medio del piso, rodeaba los barrotes de ambas hojas bien asegurada con un impresionante candado.
—¿Quién nos puede abrir? —pregunté ansioso a un anciano que caminaba lento por la calle solitaria.
—Lo acabo de ver en la esquina, pero vive hasta la salida del pueblo —me respondió con toda calma.
Malenita, como desde esa tarde comencé a decirle, me apremiaba diciendo:
—Tienes que hacer algo, mi papá nos dio permiso hasta las siete.
Analicé la situación, preguntándome cual sería la solución para que ambos saliéramos. Yo podía trepar por la reja y salir pero Malenita quedaría encerrada. Así que me senté en el piso y colocándome entre las dos hojas de esa pesada reja, con la espalda en una y los pies en la otra, empujé clamando a Dios por fuerzas, como lo hiciera Sansón en la antigüedad.
Logré separarlas lo suficiente y Malenita presurosa pasó gateando entre las rejas y cuando ya hubo salido, caminó calle arriba para alcanzar el viejo autobús que estaba a punto de iniciar su marcha.
Entonces comencé a gritarle: —Regresa, detenme una hoja, por favor.
Lo hizo y logré salir. Corrimos para alcanzar el camión que ya avanzaba. Nos esperó y jadeantes subimos, desplomándonos fatigados en el asiento.
Al descender por la angosta carretera de entonces, contemplando el hermoso valle de Cuernavaca, comenzamos a reírnos, hablando de cómo se pondrían sus papás si llegábamos después de la hora límite. ¡Qué tiempos aquellos cuando los padres eran tan estrictos! Y los hijos tan obedientes.
Tomado de la RP 43-4, julio-agosto 2015