Una fe frágil

Foto de Mayu Guillén Villanueva 

«Mis miedos, como demonios implacables, perturbaron mi alma»

Por Mayu Guillén Villanueva 

El frío invernal del sur de Mississippi arreció esa tarde. Mi esposo y nuestros hijos mayores se fueron a la iglesia. Exhausta, me recargué en la mecedora. Elsie, nuestra bebé de siete semanas, lloraba y se removía inquieta mientras la arrullaba. Finalmente, se durmió. Yo cerré mis somnolientos ojos. 

De pronto, su llanto de dolor rompió el silencio. Mi niña bonita se retorcía de dolor entre mis brazos. La abracé con firmeza contra mi pecho y le rogué a Dios: 

—¡Padre, ayúdame!

Mi nerviosismo crecía. Llamé a mi esposo. Sin tardanza llegaron él y la pediatra. La doctora la revisó preocupada: —Parece un cuadro de meningitis. Llamaré al hospital. Llévenla de inmediato. Los veo allá.

En el hospital todo sucedió muy rápido. En cuestión de minutos, nos instalaron en la zona de pediatría. Elsie seguía llorando a gritos. Dos enfermeras entraron y con premura la trasladaron al laboratorio. La pediatra, con gravedad, nos explicó: 

—¡Lo siento! No puedo mentirles, es una infección muy severa. Tenemos que estar preparados. No sabemos qué tipo de bacteria es, ni dónde está alojada. Tomaremos muestras de sangre, médula ósea y orina para su cultivo. Tendremos que esperar veinticuatro horas.

Entre sollozos suplicamos: —¡Dios, sálvala! ¡Si es tu voluntad, sánala, Señor! Danos fe para confiar en tu voluntad perfecta y descansar en tu soberanía.

Cuando regresaron con Elsie, ya la habían canalizado para suministrarle antibióticos. Al día siguiente vino el tan temido diagnóstico: septicemia. A partir de esa noche, el insomnio, la incertidumbre, las lágrimas y la oración fueron mi constante compañía.

Cuatro días más tarde, la pediatra llegó con una sonrisa que iluminaba su rostro: —¡Buenas noticias! ¡La infección está cediendo! Se ha encapsulado en la ingle derecha. No hay indicios de secuelas en ningún órgano. ¡Esto es un milagro!

El temor desapareció en un instante. La abracé y lloré de alegría. A solas, me arrodillé junto a la cuna donde Elsie dormía y tomé sus suaves deditos:

—¡Dios, grande es tu misericordia! ¡Gracias por este hermoso milagro!

En esa ocasión pude experimentar la doble misericordia de Dios, pues además de sanar a mi hija, su misericordia también fortaleció mi fe. Pues cuando la adversidad me persiguió como sombra de muerte y mis miedos, como demonios implacables, perturbaron mi alma, mi fe se mostró débil. 

Fue ahí, en mi absoluta debilidad, donde la gracia de Dios me rescató.


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