Un encuentro oportuno y cautivante
La realidad es que me sentía desatendida. Con mis hermanas pasaba buen tiempo de risas, al tiempo que llorábamos al compartir el sentir de abandono
Por Geraldine García
Los recuerdos de mi vida sin Cristo me trasladan a una vida sin razón. Soy la tercera de diez hermanos y crecer sin la atención que requiere cada persona de manera individual afectó en gran manera mi vida.
En mi casa no reinaba el orden en el sentido de experimentar un ambiente de amabilidad o instrucción tierna. Mi padre trabajaba demasiado por ser empleado en Pemex en el área de trasportación. Necesariamente estaba fuera por dos meses o más, y mi mamá se ausentaba de casa al sentirse obligada a ayudar a mi abuelita con su otra hija que es epiléptica.
La realidad es que me sentía desatendida. Con mis hermanas pasaba buen tiempo de risas, al tiempo que llorábamos al compartir el sentir de abandono. No contábamos con un hogar acogedor, un refugio dónde llenar los vacíos que nuestras almas ansiaban, el amor incondicional de nuestros padres, el apoyo para ir a la universidad, ni el reconocimiento por nuestros logros y aciertos. El comer juntos en la mesa y la compañía de la familia que se disfruta al compartir de una buena charla eran desconocidos.
Mi madre tenía que tomar el control del hogar cuando mi padre trabajaba. Sentía la obligación de ser dura, por lo que no nos dejaba salir a ningún lado. El carácter agresivo de mi papá le demandaba toda responsabilidad de lo que sucedía dentro del hogar mientras estaba fuera de la ciudad.
El carácter tan fuerte de mi padre hizo que algunos de mis hermanos se fueran de la casa por determinados tiempos. Siempre fue más duro en el trato a los varones. Era muy vergonzoso salir de casa para encontrarnos con un pleito que mi padre iniciaba ya sea con algún vecino o una persona extraña.
Guardé amargura y resentimiento en contra de mi madre. Extrañamente contra mi padre solo albergaba enojo al ver que no podía controlar su ira. Empecé a decir malas palabras cuando fui a la secundaria. Quería salir como mis amigas, y como no me daban el permiso, me enojaba porque todo mundo se divertía, menos yo.
El domingo 28 de julio de 1984 por la mañana, me invitaron a una reunión en el templo que estaba situado a tres cuadras de mi casa. De niña había asistido a eventos navideños y otros, aprendiendo cantos, versículos e historias bíblicas. Tenía dieciséis años. Nunca imaginé el encuentro que iba a experimentar.
La enseñanza de Jesús habló profundamente a mi corazón rebelde, herido y vacío. Escuché cómo Dios me amaba tanto que anhelaba intimar conmigo. Se interesaba por mí y deseaba acompañarme en mi vida. El mensaje de la cruz derritió mi corazón. Cristo murió por mí. Derramó su sangre preciosa para rescatarme aun siendo como era yo. Era justo lo que necesitaba oír.
Mi corazón ansiaba ser saciado, amado, aceptado sin reservas. Jesucristo lo hizo posible a través de su amor incondicional. Con lágrimas confesé: “Cristo, te necesito. Perdona mis pecados, reconozco mi condición y te entrego mi vida”.
Jesucristo me cautivó y la vida nueva empezó. Al regresar a casa después de mi encuentro con Cristo, vi desde lejos a mi mamá parada en la entrada. La abracé y le pedí perdón por culparla de muchas situaciones de las cuales ella tal vez no era responsable, y aun la perdoné por aquello de lo que sí era responsable. Ese momento me confirmó que Dios estaba sanando mi corazón.
Jesucristo llegó justo a tiempo a mi vida. La etapa de la adolescencia es un tanto complicada en general. Con Él, mi vida se tornó más segura, incluso considerando lo difícil que fue al principio pues experimenté rechazo y burlas. Pero no me importó. En Cristo había hallado todo. Tenía razones para vivir, promesas a las qué aferrarme y gozo en cada paso.
Hoy disfruto viviendo todavía cautivada por Jesucristo. Llevo casada más de 27 años y tenemos tres hijos. Aún cuando surgen los problemas, mi familia y yo experimentamos juntos día con día el perdón, la gracia y la misericordia de Dios.