De regreso a casa
Mi fe estaba en una montaña rusa
Por Erika Paz Castillo de Bran
La luz era tenue en el hospital. Veía personas correr. Al fondo escuchaba llantos de dolor. Un frío que me entumecía recorría mi cuerpo. La angustia empezaba a gobernarme. Lo sabía: después de aquel momento mi vida no sería la misma.
Desde que tengo uso de razón decidí vivir para Dios. Servía activamente en la iglesia. Era conocida por mi buena conducta y sin percatarme empecé a creer erróneamente que: “al que es bueno, todo le sale bien”. Continué practicando estos principios en mi vida y después con mi familia.
Mi esposo y yo vivíamos agradecidos con Dios por nuestros tres hijos. Como todos, teníamos dificultades, pero la mayor parte del tiempo disfrutábamos de paz. Mis dos hijos mayores eran bastante sanos y estábamos acoplándonos a la llegada del menor a quien nombramos Luis Pedro.
El pequeño nació con una bolita roja que supuraba en su ombligo. Aunque no le causaba ningún malestar lo encontramos extraño, por lo que decidimos buscar ayuda médica.
Así empezó el camino por consultorios y diagnósticos confusos. Nuestra preocupación era tan grande, que hacíamos todo lo que nos decían: desde medicinas, oraciones constantes, ofrendas especiales, ayunos, cruzadas de sanidad y declaraciones de salud.
Una noche, cuando Luis Pedro recién cumplió cinco meses, sin motivo aparente empezó a llorar. Esa noche no durmió. A la mañana siguiente lo llevamos al pediatra quien nos dijo que estaba deshidratado y tuvimos que llevarlo al hospital. En solo veinte minutos, mi hijo se encontraba en terapia intensiva y conectado a un respirador artificial.
Los días pasaron y aunque la situación era difícil, tomábamos tiempo para compartir del amor de Dios a otros padres que se encontraban en la misma circunstancia que nosotros y descubrimos que el mensaje del Señor no es rechazado en los hospitales.
Mi hijo comenzó un tratamiento por una infección. Su cuerpo evolucionaba muy bien. A los pocos días sufrió un paro cardíaco del que pudo recuperarse. Lo desconectaron del respirador, pero varias horas después lo tuvieron que intubar de nuevo. Pronto la bacteria entró a sus pulmones y la infección en lugar de ceder fue contaminando otros órganos de su cuerpo.
Mi fe estaba en una montaña rusa. Unos días estaba convencida de que Dios lo sanaría, otros no tenía fuerzas para creer. Luego de veintiocho días entendí que esa no era la clase de vida que quería para mi hijo ni para nosotros.
Así que cedí por completo el control a Dios. Le dije: «Señor, no quiero vivir este dolor, pero hágase en mí, conforme a tu voluntad». Dejé de exigir. Entendí que sus planes son mejores que los míos y que todo tiene un propósito.
El primer milagro sucedió en mi corazón y al día siguiente ocurrió el segundo, Luis Pedro cumplió su propósito y regresó a su casa celestial.
Primero sentí que moría de dolor y aunque cuestionaba mi fe, no le tuve más miedo a la muerte. Supe que en este mundo somos peregrinos, pero algún día volveremos a nuestro verdadero hogar. Vislumbré la eternidad.
Mi nuevo entendimiento acerca de Dios me ha permitido acompañar a otras madres ante la muerte, incluso de sus bebés no nacidos.
A través de esta experiencia, comprobé la soberanía de Dios. Solo Dios, que ve el panorama completo, sabe lo que es mejor para mí. Él puede producir frutos dulces de situaciones amargas.
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