Un plan inesperado

Foto de Margaret Lisset Silva Villegas 

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Sentí como si me cayera un balde de agua fría

Por Margaret Lisset Silva Villegas 

Los últimos años habían venido acompañados de muchos problemas de salud. Así que, después de superar ese tiempo difícil y de la crianza de mis dos hijos mayores, era el momento preciso para retomar las actividades que había dejado postergadas.

Atender a mi familia, con nuestros niños pequeños y servir en la iglesia donde mi esposo pastoreaba había sido más que suficiente. Pero ahora los pequeños habían crecido. Eran ya dos adolescentes, uno casi listo para irse a la universidad y la otra en secundaria. Esta era una señal de que tendría más tiempo libre para retomar mis estudios de posgrado y reinsertarme en el mercado laboral de mi profesión. 

Estábamos felices, las cosas estaban yendo tal y como mi esposo y yo lo planeamos cuando nos casamos. Lo que no sabíamos, era que un malestar haría que tuviera que visitar al médico de nuevo. Me dijo: —Señora, hay dos opciones con su problema, puede ser que esté embarazada o es muy probable que tenga un problema oncológico.

Sentí como si me cayera un balde de agua fría. Siendo sincera, en ese momento no sabía cuál de las dos sería la mejor. Fue más que evidente que no estaba preparada para escuchar esas noticias de parte del médico.

Aparte de mi esposo, nadie sabía por lo que estaba pasando y lo difícil que era para mí. Lloré mucho y experimenté un temor profundo. Era una mezcla de miedo al futuro, a la enfermedad y lo que esto podía significar para mi vida; pero también me asustaba tener otro bebé. 

Ya no estaba en mis veintitantos, como cuando me casé, ahora estaba en mis cuarentas. Eso significaba que había mucho riesgo con el embarazo, que mis planes tenían que cambiar y sobre todo que Dios me llamaba a rendirle otra vez mi vida bajo estas nuevas circunstancias. 

Los resultados de los exámenes fueron: ocho semanas de gestación. No fue nada fácil. Lloré mucho y en medio de mi llanto, escuché como un murmullo las mismas palabras que Dios me dio cuando me llamó al servicio en la iglesia junto a mi esposo:

«Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza» (Jeremías 29:11). 

Dios me estaba recordando la Palabra que me había dado como una promesa para mi vida. Todos esos años Él había sido fiel en cumplirla y yo lo había olvidado. En ese momento surgieron de mi corazón palabras de gratitud para Él. 

No hay duda, los planes de Dios son mejores que los nuestros, pues nuestra mente no puede alcanzar a pensar o imaginar lo que realmente necesitamos. Lucas, nuestro pequeño, resultó una de las mejores sorpresas que hemos recibido como familia. Nos llena de agradecimiento cada vez que vemos la alegría que ha traído a nuestras vidas.


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