Perdida
Al sorprenderme dictaron mi sentencia de muerte
Por Andrea Vázquez
Estoy perdida. La esperanza se extingue entre los rostros furibundos que me rodean. ¿Qué me harán? El odio a mi alrededor me sofoca como si el aire estuviera impregnado por él. El pavor oprime mi corazón, el vacío me aterra. Tengo miedo.
El mayor dolor es sentir que merezco este destino, despreciarme. Huérfana, abandonada, repudiada por una sociedad cruel donde se juzga sin considerar el sufrimiento. Nadie extendió jamás su mano para ayudarme, solo se aprovecharon de mí. Desearía borrar el pasado, tantos recuerdos me carcomen. Si pudiera retroceder el tiempo, o mejor, no haber nacido.
Van a matarme, lo sé. Mi vergüenza solo será olvidada con sangre. Soy una prostituta. Admitirlo es reconocer la inmundicia de mi ser, la suciedad en la que me he convertido. Cuando el hambre fue mayor, rechacé mi dignidad y maldije mi futuro. Ahora nada importa. Al sorprenderme dictaron mi sentencia de muerte.
¿A dónde me llevan? Me lastiman, mi piel arde bajo el contacto de sus puños. Cierro mis ojos, trato de olvidar donde me encuentro. Se detienen. Me desplomo entre las piedras sin fuerzas ni deseos de levantarme. Permanezco ahí tendida bajo el sol y sus miradas.
Silencio. Alguien habla sobre mí. Dos hombres me toman por los brazos y me obligan a ponerme de rodillas. No lo soporto más, no puedo contener las lágrimas. ¿Por qué no acaban conmigo de una vez? La muchedumbre recoge piedras, mi fin se acerca.
Aún discuten. ¿Con quién hablan? Abro mis ojos con temor y lo veo inclinado, escribiendo en la arena. ¿Quién es él? Mi corazón late con fuerza, como si hubiera descubierto el último rayo de esperanza en la más densa oscuridad. Todos aguardan su respuesta. Cada segundo de espera me atormenta. Por fin su voz rompe el silencio.
—El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
Imposible. Se alejan poco a poco y quedamos solos. Se pone de pie y dirige su rostro hacia mí. ¡No, por favor! Que no contemple a esta miserable pecadora quien solo merece la muerte. ¡Por piedad, que aparte sus ojos de mí! ¿Quién es él? Me pregunto. Le decían Jesús. No puedo explicar esa luz, el brillo de su mirada.
—Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
Le respondo con voz baja aunque mi corazón grita, implora una oportunidad. Una oportunidad de seguir adelante, de abandonar este infierno donde vivo. Una oportunidad de renacer, de sonreír. Una oportunidad de amarlo por siempre, o al menos, morir contemplándolo. Prefiero morir a sus pies ahora que vivir cien años en este mundo de maldad.
—Ni yo te condeno. Vete y no peques más.
No hay nada más que decir. En este instante vuelvo a nacer. (Juan capítulo 8, versículos 1 al 11).
Tomado de la revista Prisma 43-2, marzo-abril 2015