Un trozo de papel

Foto por Maddy Morrison

Descubre el resto de la historia

Por Keila Ochoa Harris

Cierta mujer se encontraba un domingo por la mañana de regreso a casa después de haber adquirido algunos víveres. Sus vecinos asistían al culto dominical a esa hora. Pero ella era judía. Su día de descanso, el sábado, lo había guardado rigurosamente. No encendió fuego en su casa ni hizo trabajo alguno. Además, acudió a la sinagoga.

Sacaba las cosas de su cesto cuando notó que la mantequilla fresca había sido envuelta en la hoja de un libro. Le reclamaría al tendero su falta de pulcritud en la próxima visita, pero mientras destapaba el contenido, unas palabras captaron su atención: «La sangre de las víctimas que vertió el pueblo hebreo, no borra la mancha del pecado».

Trató de borrar esas palabras de su memoria mientras preparaba la comida. Pero algo en su corazón le decía que esto era verdad. Cuántas veces había ido a la sinagoga el Día de la Expiación para encontrarse igual de atada en su pecado. Tenía en su poder las Escrituras hebreas, así que fue a ellas para leer a los profetas.

Después de mucho estudiar y batallar consigo misma, admitió lo que veía en la Escritura. No cabía duda. El Cristo del que hablaban sus vecinos correspondía al Mesías esperado por los judíos. La mujer entregó su vida a Cristo, a pesar de que eso implicó que la sacaran de la comunidad y tuviera que vivir sola unos años. Más tarde algunos de sus familiares creyeron también y ella formó una hermosa familia cristiana.

De esta historia llama la atención el poder de la Palabra. Una frase en un trozo de papel que se usó para envolver mantequilla bastó para que esta mujer encontrara nueva vida. Quizá en esta época de tecnología hemos olvidado el poder que la palabra escrita lleva, sobre todo si va acompañada de la Palabra Santa. Pero haríamos bien en no perder de vista su eficacia y utilizarla en su tiempo, y fuera de tiempo.

¿Cómo? Compremos folletos y traigámoslos en la bolsa, en la guantera del auto, en la cartera. No dudemos en repartirlos cuando sintamos el deseo de hacerlo, quizá al que nos atendió en el banco o quien empacó nuestros víveres en la tienda de autoservicio. Además de folletos, acompañemos cualquier obsequio con un versículo de la Palabra. Un salmo o un proverbio pueden cambiar el día de alguien.

Aún más, obsequiemos libros. A veces gastamos más en un perfume o en una pieza de ropa que la persona jamás usó. Tal vez pongamos de pretexto que la persona «no lee». Pero si él no lo hace, quizá alguien más lo hará y se beneficiará de la lectura. Regalemos libros cristianos: ficción y no ficción, para niños y adolescentes, biografías y libros de estudio.

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Si usamos Facebook, Twitter y tantos centros más de reunión virtual, apliquemos la técnica de la sal, poca pero sustanciosa. Elijamos una frase, un texto, un pensamiento que en primer lugar nos hable a nosotros mismos.

Dios es capaz de usar cualquier trozo de papel para llamar al alma que le busca. La bisabuelita de mi esposo creyó en Jesús cuando leyó un verso del Evangelio de Juan mientras barría su casa. Le había dado a sus hijos un Nuevo Testamento para que jugaran con él, y poco le importó que deshojaran el libro. Sin embargo, cuando comprendió una sola frase que hablaba de su pecado y la salvación en Cristo, corrió y juntó las páginas arrugadas y lloró sobre ellas entendiendo su error. Un trozo de papel cambió su vida.

Tomado de la revista Prisma 43-3, mayo-junio 2015

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