Nada detuvo el propósito de Dios para mí

Foto por Cynthia Ramírez

Aquí fue donde se abrieron las puertas de la brujería, drogas e inmoralidad sexual

Por Tatiana Rodríguez

Mi madre dejó a mi padre. Nos tomó a mi hermano y a mí, y nos subió en un pequeño bote que él poseía. Mientras ella nos sentaba le pregunté si mi padre nos acompañaría, a lo que ella respondió: «No, él se queda». Yo tenía 6 años, hasta ese día habíamos vivido en esa finca lejana de Golfito centro, en Costa Rica.

Después de haber remado por casi dos horas llegamos a casa de mi abuela, pero unos días después nos echó de su casa, por lo que una señora del barrio nos acogió en la suya.

Mi madre vivía acongojada por el hecho de no tener una casa propia, y su amargura la descargaba en mí. Fueron muchas las veces que me azotó sin tener un motivo, lo cual me llevó al punto de querer irme con mi padre, cosa que no hice al darme cuenta del sufrimiento de ella.

Tiempo después alquilamos una casa, mi madre realizaba ventas de comidas y rifas para sustentarnos y pagar el alquiler. Aquí fue donde se abrieron las puertas de la brujería, drogas e inmoralidad sexual. 

Las drogas nunca me interesaron y a la brujería siempre le tuve temor; pero la inmoralidad sexual sí me consumió. Mi madre y mis tías comenzaron a traer hombres a casa y a ver pornografía por las noches, yo sentía curiosidad por esos programas. Al inicio los veía a escondidas, después mi madre me dejaba verlos como un entretenimiento, mientras ella se encontraba en el cuarto con un hombre. 

A la edad de 9 años sucedieron cosas más fuertes para mí. Toda la situación anterior se volvió tan difícil, que puedo decir que mi casa era algo semejante a Sodoma y Gomorra. Para ese año mi madre construyó nuestra propia casa, y una de mis tías se fue a vivir con nosotros. Esta tía además de relacionarse con hombres también lo hacía con mujeres, cosa que marcó mi vida de manera negativa. 

Una tarde esta tía llamó para que yo le llevara ropa a casa de la mujer con la que mantenía relaciones lésbicas. Al regresar a casa, mi madre estaba muy enojada, esperándome con un cable en su mano. Comenzó a azotarme sacando sangre de mis piernas, mientras me decía: «El día que usted se vuelva lesbiana no va a ser porque Dios lo quiera, sino porque usted lo quiere». 

Esto me enfureció tanto, que cuando venía el último azote no sé de dónde tomé tanta fuerza, que sujeté el cable haciendo que mi madre forcejeara conmigo hasta que desistió. Ese día me quedó marcado en la piel.

En ese mismo año mi madre inició en la prostitución. Asistía a bailes, dejándonos a mi hermano y a mí solos en casa toda la noche, a veces aguantando hambre. Toda esta falta de amor por parte de mi madre, me llevó a sentirme culpable de que ella no disfrutara de su juventud, ya que me dio a luz a los 14 años y a mi hermano a los 17. 

No le hallaba sentido a la vida, siempre me preguntaba cuál era mi propósito en esta tierra y tomé la pornografía como mi refugio, me volví adicta a ella. Miré pornografía, tanto de parejas heterosexuales como de homosexuales. Esta última fue una puerta para que el enemigo intentara destruir mi identidad de mujer.

Durante los años de secundaria surgió en mí la atracción hacia las mujeres, luché mucho contra ello, nunca quise aceptar ese sentimiento, ni quise comentárselo a nadie hasta que la bomba estalló. A los 16 años una de las compañeras de mi grupo me dijo que ella era bisexual y que siempre había tenido interés en mí.

Días después de esa confesión, en mi cabeza resonaban las palabras: «Ella quiere formar pareja contigo, la dejaste ir, tú eres igual a ella». Hasta que un día aquellas palabras me envolvieron tanto que tomé la decisión de hablar con ella, y para mi dicha sus palabras fueron: «¿Serías capaz de hacer pública una relación conmigo?» A lo que respondí: «No, no podría». Y ella me dijo: «Entonces dejemos las cosas como están».

Esa lucha siguió durante tres años, esos dardos iban y venían, algunos con más fuerza que otros, hasta que un día en medio de aquella ola que me arrastraba, recordé las palabras que mi madre dijo mientras me azotaba con aquel cable, y le dije a Dios: «Arranca esto de mí porque no es tuyo». Puedo decir que Dios comenzó a hacer su obra en mi vida. Mi mente se fue aclarando, hallé luz en medio de tanta confusión. 

Dios también utilizó a mi mejor amiga para hablarme y mostrarme las maravillas espirituales. Ella se convirtió a Cristo, y tuvo un cambio radical en su vida a sus 16 años.

Me causó mucha curiosidad saber qué había ocurrido con ella, mas no me atreví a preguntarle. Pero una noche estábamos realizando la práctica final de la preparatoria, ambas con 18 años, ella me pidió que oráramos para darle gracias a Dios por habernos permitido concluir los exámenes finales con éxito. 

Mientras ella comenzó aquella oración, yo pensaba en qué decir, ya que no sabía cómo orar, así que me quedé en silencio prestando atención a lo que ella hacía. Al verme en silencio ella se volteó hacia mí y me dijo: «Tati, por lo menos dile gracias a Dios», y honestamente sólo esas palabras salieron de mi boca.

En el momento en que le agradecí a Dios, el ambiente en aquella habitación cambió. Empecé a sentir una paz que nunca en mi vida había experimentado, me encontraba llorando como una niña indefensa y sentí que en mi hombro derecho se posó una mano como de un hombre adulto, la cual me dio muchísima tranquilidad. Esa fue mi primera experiencia con Dios.

Un año después, conocí en la universidad a mi esposo con quien formé una familia; tenemos dos preciosos hijos, un niño y una niña. 

Los primeros años vivimos en unión libre. Un hombre que me ayudó con el trabajo final para graduarme de la universidad, me hablaba de la Biblia, mientras me ayudaba con el proyecto. Yo deseaba que se callara, por vergüenza de que lo oyeran quienes se encontraban alrededor, pero a la vez era receptiva a lo que él me decía.

Durante ese mismo año, una señora que era como la segunda mamá de mi esposo, también me compartía de la Palabra. Me hablaba de las cosas preciosas que Dios tiene para sus hijos, me invitaba a los cultos, pero por vergüenza no asistía. Además, me instaba a leer la Biblia, y tanta fue su insistencia que nació en mí la curiosidad por hacerlo. 

Aunque de adolescente había leído algunas cosas, esta vez me metí de lleno, empecé a leer el libro de Apocalipsis (mi favorito) y después empecé desde el Génesis. Al leer la Biblia, el Espíritu Santo me iba redarguyendo. Una vez le dije a mi esposo que asistiéramos a una iglesia, que debíamos cambiar nuestras vidas, pero no fuimos a ninguna.

A los días de haber hablado con mi esposo, su familia lo llamó para comentarle que la esposa de un cuñado estaba muy enferma de cáncer, por lo que quedaron en reunirse para orar por ella. Asistimos a esa reunión, y mientras ellos oraban yo veía a los sobrinos de mi esposo abrazados a su madre enferma. 

Aquella oración se tornaba más fuerte y el ambiente cambió por completo, mi cuerpo comenzó a sentirse tan débil que tuve que darle mi hijo a mi esposo porque no podía ni sostenerme, a la vez en mi mente tenía una batalla.

Una voz que resonaba me decía: «Arrodíllate, el tiempo ha llegado», y yo preguntaba: «¿Arrodillarme ante quién y el tiempo de qué ha llegado?». Tuve esa lucha hasta que terminó la oración. No me arrodillé, me sujeté de un sillón, y al terminar me encontraba como ebria, me sentía débil y mareada. 

Al día siguiente regresamos a casa, pero días más tarde volvieron a llamar a mi esposo para decirle que la esposa de su cuñado había fallecido, por lo que volvimos para el funeral.

Después del funeral, mi suegra estaba muy mal por el fallecimiento de su nuera, por lo que llamó a mi esposo para que hablara conmigo, para que la acompañara en el viaje de regreso a su casa. Ella vivía en Guácimo, en la provincia de Limón. 

A la mañana siguiente, salimos rumbo a Guácimo. Estando allá, comencé a contarle a mi suegra las experiencias que había tenido con el Señor, y ella me dijo: «Dios te está llamando». 

También, le comenté que había estado leyendo la Biblia y que quería presentar a mi hijo ante Dios, y ella me preguntó por qué quería hacerlo. Le respondí: «No lo sé, sólo tengo esa inquietud». Mi suegra al ver esa iniciativa en mí, me dijo: «Mañana van a venir mis pastores a almorzar, hablamos con ellos para que presentes al niño».

Los pastores llegaron a eso de las 11:00 de la mañana, del 22 de diciembre de 2015. Mi suegra les comentó que yo quería presentar a mi hijo, a lo que el pastor me realizó la misma pregunta que mi suegra: «¿Por qué quieres presentar al niño?», y respondí lo mismo que el día anterior: «No lo sé, sólo tengo esa inquietud».

Aquel pastor comenzó a hablarme de lo que significa presentar a un hijo ante Dios, lo cual es una dedicación, una consagración para Dios. Después le comenté que estaba leyendo la Biblia y él me explicó tantas cosas, que cada vez me maravillaban más y más.

El tiempo no importaba, realizaba tantas preguntas como podía y él me respondía. Me sentía muy emocionada y a la vez trataba de imaginar cada cosa que él me mencionaba.

Al terminar de hablar de la Palabra, el pastor tomó aceite y ungió a mi hijo y oró por él para presentarlo, en seguida oró por mi esposo y luego por mí.

Mientras ellos oraban por mí, mi cuerpo comenzó a debilitarse hasta llegar al punto de postrarme. Estando postrada, llorando y con mis ojos cerrados, miré una luz blanca muy resplandeciente en frente de mí. Al verla sentí tanta paz, como la que había sentido en la preparatoria con mi amiga.

Cuando terminó la oración le pregunté a mi esposo si el sol había aumentado su iluminación o si un rayo de luz había entrado a la casa, y mi esposo me dijo que todo estaba normal, que nada había ocurrido. Entonces le pregunté a los pastores qué podía haber sido eso que experimenté, y ahí entendí que fue una visión de parte de Dios, algo que jamás había experimentado y que tuve el privilegio de ver.

Ese día para mí fue extraordinario, la percepción de mi vida era por completo diferente, mi corazón palpitaba con un amor muy distinto al que siente el ser humano, y éste es el amor de Cristo. En la noche de ese mismo día le entregué mi vida a Cristo, le dije al Señor: «De ahora en adelante permitiré que cambies mi vida, que hagas conmigo conforme a tu parecer y te prometo que me voy a congregar en una iglesia».

Dios me escuchó, intervino en mi vida, cambió el llanto en alegría y las tinieblas en luz.


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