El diluvio que sobreviví
No lo podíamos creer. La corriente nos levantó y nos llevó como si fuéramos una lancha sin motor...
Por Marilyn Henderson
Todo parecía resplandeciente aquel sábado por la tarde, con un cielo hermosísimo, azul, claro. Nos encontrábamos en el sitio perfecto para un retiro de fin de semana, en un rancho de Colorado, donde anduvimos a caballo y más tarde íbamos a comer barbacoa al lado del río.
Pero de repente el clima cambió. Empezamos a ver nubes oscuras y sentíamos el aire tan fuerte que infundía miedo.
Decidimos cenar adentro y luego empezamos a compartir experiencias acerca de cómo cada uno había pasado el verano y de lo que Dios nos había enseñado. Estuvimos juntos por unas dos horas.
Recuerdo que pedí en oración que fuésemos diferentes como resultado de aquel retiro que principiaba, pero estuve pensando, desde luego, en el entrenamiento que nos esperaba con el resto del personal de la Cruzada Estudiantil para Cristo, en la Universidad del Estado de Colorado.
Entonces escuchamos por un altoparlante que un diluvio avanzaba y que deberíamos salir de inmediato. Corrimos hacia los coches, abandonando todas nuestras cosas.
Seguimos detrás de un carro de policía rumbo a la carretera. Oímos una explosión y cuando un relámpago alumbró la región, vimos que el agua avanzaba por en medio de los árboles. Pero no teníamos miedo, sino que era algo así como ver un programa de “Emergencia” por la televisión. No me imaginé que alguien pudiera lastimarse.
Más adelante un policía nos detuvo para ordenar que fuéramos inmediatamente al este hacia Loveland. Creí que su insistencia se debía a que se podía oler el gas de los tanques que habían explotado.
Los truenos y relámpagos se intensificaron. Mi secretaria Carol, quien iba manejando, tenía mucho miedo de las tormentas, así que le dije: —Carol, yo manejo. Vamos a estar bien.
Me cambié del asiento trasero, donde estaba sentada con June y Precy y me coloqué en frente, al lado de Carol y de Melanie.
Empezó a llover. Nos acercamos a un puente, y podíamos ver las luces traseras de otros coches que pasaban. Pero poco antes de llegar, una tremenda corriente de agua alcanzó la carretera, nos golpeó y para nuestro asombro, el motor se paró.
Más tarde supimos que el agua estaba subiendo treinta centímetros cada quince segundos; aquella corriente era realmente el río que había rebasado su cauce.
No podíamos creer lo que sucedía. La corriente nos levantó y nos llevó como si fuéramos una lancha sin motor. Sí, teníamos miedo, pero una verdadera paz también. Recuerdo que orábamos en voz alta y le decíamos al Señor: —Te amamos, y no dudamos que Tú nos amas también.
Todas estábamos seguras de que íbamos a ver a Jesús, y Carol expresó que estaría feliz de ver a Jesús conmigo.
Pensándolo bien, no sé por qué nos pusimos a orar en lugar de tratar de salir del coche. Creo que fue una gracia concedida a Carol, June y Precy antes de morir. Cuando Carol dijo que vería a Jesús conmigo, mi reacción fue: —Sí, seguro.
Pero a la vez sabía que debíamos salir del carro.
Abrí la ventana y me senté en el marco. Melanie hizo lo mismo por su lado. Saqué a Carol y ella se sentó en la ventana conmigo.
De repente la fuerza del agua me tiró tan duro que caí al río. Parecía que me había golpeado un camión. Al hundirme, pensé: —Señor Jesús, voy para estar contigo.
Momentáneamente salí a la superficie, pero todo estaba tan oscuro que no podía darme cuenta de si estaba con Cristo o no. Nuevamente me hundí y pensé: —Ahora sí estoy con el Señor.
Pero subí por segunda vez y al abrir mis brazos en la oscuridad cogí un montón de palos de madera que eran suficientes para ayudarme a flotar. Consideré que Dios los había enviado allí para salvarme.
La velocidad de la corriente era increíble. Más tarde me dijeron que iba a más de 125 kilómetros por hora.
Fue entonces que supe que Jesús quería que yo viviera. Llegué a una parte menos honda del río, donde por fin logré agarrar la raíz de un enorme árbol. Lo abracé y grité: —Árbol, ¡te amo!
Finalmente fue necesario pararme en una pequeña rama, de no más de diez centímetros de largo, en un solo pie, durante más de una hora. Vi cómo poco a poco, de los pedazos de madera y basura que llevaba el diluvio, se formó una especie de represa entre mi árbol y la ribera del río.
Pensé que a lo mejor Dios me estaba construyendo un puentecito para llegar a tierra firme, de la misma manera que abrió un camino en el Mar Rojo para los israelitas.
Pero de repente me caí de aquella ramita y todo mi cuerpo empezó a temblar violentamente. Encima de aquellos escombros, le dije al Señor: —¿Me has traído aquí solo para que muera?
Apenas cinco segundos después, vi unas luces que avanzaban por una pequeña carretera. Dos hombres me vieron, gritaron que no me moviera y sostenidos por unos palos largos, empezaron a caminar sobre los escombros hasta que uno de ellos, un ranchero de nombre Clifford Moore, me recogió en sus brazos.
En una casa cercana, me envolvieron en cobijas y luego me llevaron al hospital. El Sr. Moore se quedó al lado del río. Fue él quien encontró a Melanie y al cadáver de Carol. El lunes me dijeron que siete mujeres de nuestro grupo habían muerto. Lloré mucho.
Aquella inundación me dio una perspectiva más clara del cielo. Sabía que mis siete amigas estaban experimentando tanto gozo con el Señor, que casi sentía celos porque yo no podía estar allí también. A la vez vi cuán horrible es la muerte, la muerte que Cristo venció en la cruz. Ahora sé que la muerte, apartados de Dios, es lo peor de todo.
Jesucristo no solo tuvo victoria sobre la muerte, sino que también tiene el don de la vida ahora y para siempre. En los años que me quedan aquí en esta tierra, quiero dedicarme a compartir el Evangelio, porque es el único mensaje realmente importante y para el cual vale la pena vivir.