Gracias a Dios por mi silla de ruedas

Aprendí que el poder aceptar un impedimento, es un milagro tan grande como la sanidad misma

Por Patricia F. Vda. de Schulert

A mediados de la Segunda Guerra Mundial, apenas cuatro meses después de casarnos, mi esposo (un oficial de la Fuerza Aérea) murió en un accidente de entrenamiento. Mi propia vida se hubiera acabado con él y con su destrozado avión, si no hubiera sido porque el Dios que vivía en mi esposo, también vivía en mí.

Paso a paso el Señor me guió. Por ocho años fui maestra en un Colegio evangélico en Cartagena, Colombia. Eventualmente alcancé la meta de cualquier misionero: entregué a una creyente colombiana mis responsabilidades como directora de la escuela secundaria de niñas.

Cuando ya me encontraba libre para considerar otros desafíos, me imaginaba que el futuro tendría una perspectiva maravillosa. Para empezar mi nueva vida, acepté ir a dos escuelas colombianas para dar pláticas en su semana de énfasis espiritual.

Durante todos aquellos quince días tuve que batallar contra un resfriado persistente; me inyectaron penicilina, sin ningún resultado, y se intensificaba cada vez más mi dolor de cabeza. La fiebre subió en forma alarmante.

El Día de las Madres de 1962, permanecí semi-inconsciente, sin saber si estaba soñando o si en realidad no podía mover mi pierna derecha. Llegó un neurólogo y me dijo que tocara mi nariz, pero no la podía encontrar. Mi brazo derecho se movía, pero no lo podía controlar.

Me enviaron a la ciudad de Bogotá. La parálisis continuaba su avance: subía por el lado derecho, bajaba por el lado izquierdo. Ocho días más tarde, me enviaron en una camilla a Nueva York, inmóvil.

Pasé las primeras semanas allí en aislamiento. Pruebas tomadas de la espina dorsal no identificaban el virus, y los médicos no se ponían de acuerdo. Pero empezaron a darme terapia física y más tarde, terapia en la alberca.

Trabajaron pacientemente y con mucha imaginación, pero no mejoraba. Sin embargo, cuando mi doctor trataba de convencerme de que probablemente pasaría el resto de mi vida en una silla de ruedas, como que el concepto no penetraba en mi mente.

Las semanas se convirtieron en meses y me preocupaba más y más el asunto de mis finanzas. Los directores de la Misión Latinoamericana, con la cual trabajaba, se limitaron a decir: —El Señor proveerá—. Pero yo no ignoraba que mi cama, la alberca, el estímulo eléctrico, el equipo especial, los exámenes y honorarios de los especialistas eran altísimos.

Yo no quería tener que depender de nadie, en especial de mi único hijo, nacido después de la muerte de su padre. Ya con 19 años de edad, él tomaba muy en serio mi enfermedad. Además, yo sufría pensando que ya no podría ser útil como misionera del Señor Jesucristo.

Con todo esto en mente, una noche decidí idear un modo de pasar de mi cama a la silla de ruedas, sin ayuda, para poder salir del hospital y ahorrar todos aquellos gastos. Pensé pararme sobre mi pierna izquierda y girar sobre ella, pero el médico me cortó la idea enfáticamente: —Jovencita, lo más probable es que nunca te vuelvas a parar sobre aquella pierna.

Enfurecida le grité: —Doctor, no me vuelva a decir semejante cosa.

Muy temprano la mañana siguiente, mientras leía mi Biblia y oraba al Señor, reconocí que mi emoción tan fuerte y tan hostil, no era en contra de aquél médico sino de Dios.

Confesé al Señor la rebeldía de mi corazón y creí por la fe que Él me había perdonado. Entonces Dios me habló por medio de unos Salmos:

“En Dios he confiado: no temeré lo que me hará el hombre. Sobre mí, oh Dios, están tus votos: te tributaré alabanzas. Porque has librado mi vida de la muerte, y mis pies de caída, para que ande delante de Dios en la luz de los que viven. Ten misericordia de mí, oh, Dios, ten misericordia de mí; porque en Ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me ampararé, hasta que pasen los quebrantos” (Salmo 56:11-13; 57:1).

Allí tenía yo la respuesta a cada temor. Aunque había dado gracias a Dios por las muchísimas evidencias de su cuidado, nunca le había agradecido el privilegio de tener poliomielitis, o el tener que pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas. Aquella mañana sí lo hice.

Dios me mostró que Él no había cambiado. Todavía yo era suya; a Él le tocaba enseñarme cómo y dónde le iba a servir. ¿Qué importaba si nunca volvía a caminar durante mi vida terrenal, si iba a caminar en el cielo? Ni siquiera importaba que yo tuviese que ser dependiente de otras personas, porque en realidad ellas estarían actuando de parte de Dios en beneficio mío. Dios conocía cada detalle de su plan y propósito para mí.

Aquella mañana aprendí que el poder aceptar un impedimento, es un milagro tan grande como la sanidad misma.

Mi médico tuvo que ausentarse durante dos semanas, y a su regreso yo le tenía lista una sorpresa: frené mi silla de ruedas enfrente de la cama, levanté mis dos piernas, coloqué por debajo una tabla pulida que servía como puente, jalé por un trapecio y moví poco a poco mi cuerpo hasta llegar a la cama, sin ayuda. Él me miró con incredulidad y desde ese momento decidió que personalmente iba a terminar de tratarme, sin que me costara un solo centavo más.

Dios resolvió mi problema de finanzas, y me consiguió una silla de ruedas construida especialmente para mí, aparatos largos para mis piernas y muletas.

Además, allí mismo empecé a tener oportunidades para ser de bendición a otros. Las enfermeras me llevaban a visitar a otros pacientes; los médicos me usaban para traducir del castellano al inglés y los administradores del hospital me pusieron a dirigir cantos evangélicos los domingos por la noche.

Los años han pasado. Vivo todavía en una silla de ruedas y doy gracias a Dios por ella, pues deja ambas manos libres para trabajar. Puedo escribir a máquina, usando una eléctrica y colocando una tablilla especial a mi mano derecha. Para caminar, solo necesito usar un aparato en una pierna, además de las muletas.

Hasta puedo manejar mi propio coche. En ocasiones soy invitada a dar pláticas en las Iglesias; cada domingo enseño en una clase de Escuela Bíblica. Diariamente aprendo más del significado de las palabras del Apóstol Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo no ya yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).

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