La muerte de la mujer maravilla 

Foto por Érick Torres

Reconocí que necesitaba ayuda de un profesional

Por Natalia Laura Campos

Apenas podía pensar. El desánimo y la tristeza se habían apoderado de mi ser. Había perdido el control sobre mi cuerpo. Sólo deseaba que la noche llegara para estar en cama otro rato más. ¿Cómo había llegado a esta situación?

Conocí a Jesús en mi niñez. No tuve ninguna crisis de adolescencia. Pero a los treinta exploté. Tenía diez años de casada. Mi hija mayor, que en ese entonces tenía cuatro años, había nacido con parálisis cerebral. Hasta ese momento, había entrado cinco veces al quirófano. La más chica, tenía sólo dos años. 

Como asesora familiar conocía los síntomas que presenta una persona con depresión. Además, había crecido viendo a mi madre padecerla en forma crónica por años. Reconocí que necesitaba ayuda de un profesional. Comencé a acudir a terapia, pero no mejoraba. Mi esposo y yo iniciamos consejería matrimonial. Nuestra relación requería de terapia intensiva. 

En 2010, acudí a un psiquiatra a petición de mi psicóloga. El diagnóstico: depresión. En mi haber, tenía más dudas que certezas: ¿La medicación funcionaría? ¿Cuánto tiempo tendría que tomarla? ¿Qué dirían mis familiares? ¿Acaso un cristiano puede llegar a enfermarse así?

Una madrugada experimenté el primero de varios ataques de pánico. Cuando comenzó, no tenía idea de lo que me estaba pasando. Me faltaba el aire. Pensé que me moría. Los ataques me tomaban desprevenida mientras dormía. Mi esposo me tranquilizaba y oraba hasta que el sueño se apoderaba nuevamente de mí.

No se llega a estar bajo los escombros de la noche a la mañana. La verdad, me tomé permisos que me arrastraron al pozo más profundo de desesperación y me dejé caer. Fue entonces que me atreví a mostrarme frágil y vulnerable. La mujer maravilla había muerto. Sólo de pensar en volver a serlo, me causaba angustia.

Al cabo de unos meses, la medicación comenzó a surtir efecto pero la vida me seguía pesando. El dolor era mi pan de día y de noche. Un día, en ese valle de sombra y de muerte, sentí la convicción de que si Dios no ponía su mano de sanidad sobre mí, el tratamiento podría continuar por años. Recordé que mi vida no se parecía en nada al proyecto para el que el Señor me diseñó. 

Mi ruego constante era: «Dios, sopla aliento de vida sobre mis huesos secos y resucítame», y Él escuchó mi clamor. Usó la medicina y sanó mis emociones. Al cabo de un año y medio de tratamiento, recibí el alta definitiva. Había salido de los escombros y comenzado a reconstruir mi vida.

Dios ha puesto su mano sobre cada una de mis cicatrices. Se ha glorificado en mí y en mi matrimonio y me ha equipado para acompañar a otras personas en medio del dolor y a matrimonios que experimentan momentos difíciles.

Diez años después, estoy convencida de que no existe circunstancia adversa, ni pozo tan profundo del cual Dios no nos pueda sacar.


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