Mujer perfecta

Foto por Iraís Téllez

Las mujeres no sabemos lo que valemos

Por Keila Ochoa Harris

Leí una pequeña historia que me conmovió. 

Un hombre está abrazando a su esposa al final del día, cuando un niño se acerca. 

—¿Por qué pasas tanto tiempo con ella? —le pregunta. 

Él responde por medio de una larga conversación donde describe lo que una mujer hace en un día: cura un raspón en la rodilla, trabaja más de 18 horas, negocia a favor de su hogar, lleva cargas pesadas, sonríe cuando en realidad quiere gritar, canta cuando en realidad quiere llorar, pelea por lo que cree, combate las injusticias, se entrega a su familia, lleva a su mejor amiga al médico, escribe una carta de consuelo, encuentra tiempo para leer, lava trastes, barre pisos y talla ropa.

El niño abre los ojos sorprendido. 

—¿Entonces es perfecta?

—No, no es perfecta. Tiene un gran defecto. No sabe lo que vale. Por eso tenemos que recordárselo.

El domingo pasado pasé por una crisis. No ocurren con frecuencia, pero cuando llegan me hacen tocar fondo, como solemos decir. ¿Qué sucedió? Nada particular. Simplemente los pequeños detalles parecieron juntarse en mi mente y hundirme: berrinches de mi hijo mayor, la bebé sufriendo por los dientes, el cansancio del fin de semana, mis proyectos inconclusos, pero sobre todo, las expectativas que no puedo cumplir. 

¿Y quién me pone esos estándares? Yo misma. Ni mi esposo ni Dios me han dicho que debo ser perfecta, o que la conducta intachable de mis hijos evalúa mi papel de madre, o que el cumplir con mi lista de pendientes me hace una esposa ejemplar. 

Pero ahí estaba yo, llorando y deshaciéndome en autocompasión. «No soy buena mamá; no soy buena esposa; no soy buena hija de Dios». 

Por la noche, mi esposo me abrazó y me escuchó. No me consoló con palabras huecas, sino que me refirió a Cristo. 

La pequeña historia sugiere que las mujeres no sabemos lo que valemos. En términos bíblicos, no valemos nada. Somos pecadoras. Somos manipuladoras. Somos imperfectas. Pero en Cristo valemos mucho. Somos hijas, herederas, hermanas, vencedoras, fuertes, amadas, apreciadas, valoradas. Así que propongo mi propia versión de la pequeña historia. 

Un hombre está abrazando a su esposa al final del día, cuando un niño se acerca. 

—¿Por qué pasas tanto tiempo con ella? —le pregunta. 

Él responde por medio de una larga conversación donde describe lo que una mujer hace en un día: cura un raspón en la rodilla, trabaja más de 18 horas, negocia a favor de su hogar, lleva cargas pesadas, sonríe cuando en realidad quiere gritar, canta cuando en realidad quiere llorar, pelea por lo que cree, combate las injusticias, se entrega a su familia, lleva a su mejor amiga al médico, escribe una carta de consuelo, encuentra tiempo para leer, lava trastes, barre pisos y talla ropa.

El niño abre los ojos sorprendido ante tal descripción. 

—¿Entonces por qué llora?

—Porque a veces se le olvida que no tiene que ser una súper mamá o una súper esposa. Se le olvida que no se trata de ganar puntos. Se le olvida que esto no es una competencia. Por eso a veces debemos recordarle que en Cristo, ella todo lo puede. Que en Cristo, es una nueva criatura. Que en Cristo, ella es más que vencedora. En Cristo, ella está completa. En Él tiene todo lo que necesita. 

Tomado de la Revista Prisma 43-2

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