Mucho mejor que Santa Claus y los Reyes Magos juntos

Quién sabe cuántas bendiciones me heredaron sin yo saberlo

Por Adaía Sánchez Martínez

Cuando era niña nunca experimenté la magia del 25 de diciembre y el 6 de enero, ni me pregunté quiénes eran esos seres benevolentes y misteriosos que me mandaban regalos. Sin embargo, hubo unas figuras en mi vida mejores que Santa Claus y Los Reyes Magos juntos: mis abuelos. 

Los conocía sólo por teléfono y en fotos, les escribía cartas y ellos me mandaban regalos. ¡Qué curioso paralelo!

Mis abuelos se mudaron a los Estados Unidos cuando yo era muy pequeña y vivieron allí por casi 20 años. A pesar de la enorme distancia (pues crecí en la época donde las llamadas al extranjero eran la única y muy cara opción) siempre buscaron la forma de hacerse presentes en mi vida. 

Cada año uno de mis tíos iba a visitarlos, les llevaba recuerdos de toda la familia y nuestras cartas. A su regreso, mi abuela lo enviaba lleno de regalos para cada uno de sus hijos, nueras y nietos. 

No sé cómo lo lograba, pero nunca hubo un solo regalo que no me gustara. Llevaba registro de cuántos años tenía cada uno de sus nietos, nuestras tallas de ropa y hasta de zapatos, así iba personalizando los regalos, según nuestra etapa de crecimiento.

Cuando tenía 6 años remodelaron nuestra casa y nos mudamos a la suya temporalmente. Era como un palacio de tesoros escondidos. Viendo sus fotos y sus objetos personales, llegué a conocerlos un poco más. Me imaginaba cómo sería visitarlos si ellos vivieran allí. ¿Qué cuentos me leería el abuelo? ¿Qué postres me serviría la abuela? En mi cabeza, la escena desbordaba de cariño, pues no había recibido más que eso de su parte.

Cuando tuve más conciencia y empecé a indagar sobre la historia familiar supe que mis abuelos eran en realidad los tíos de mi papá, quienes decidieron adoptarlo e integrarlo a su familia con el resto de sus hijos, pues mi papá había nacido bajo situaciones muy difíciles que incluían una mamá soltera muy joven. 

En esa época, él no hubiera tenido ninguna oportunidad. Su vida estaba condenada a un escenario de pobreza e incertidumbre. 

La familia de mi tía abuela no era acomodada, provenía de un pueblito en Guerrero y como muchos, había emigrado a la Ciudad de México para buscar mejores oportunidades. Desde muy pequeña trabajó duro y se volvió un pilar para su familia de origen, pues casi todos la habían seguido a la ciudad. 

Luego se casó y cuando crió a sus hijos tuvo el firme propósito de que cada uno terminara una carrera universitaria. Los estudios de los 5 hijos, incluido mi papá, fueron pagados por un negocio de gelatinas que mi abuela comenzó y administraba como fiel capataz. En él participaba toda la familia. 

Mis abuelos le dieron a mi papá no solo estudios, también su apellido (en una época donde eso era muy relevante), un hogar, una familia, una visión de emprendimiento y superación y lo más valioso de todo: la fe en el verdadero Dios.

Mi abuela se acercó a la Iglesia cristiana tras ver el testimonio de un familiar que había sido liberado del alcoholismo por el poder de Dios. Siendo ella tan decidida en todo, con Dios no fue diferente. Se unió de lleno: participó en todas las actividades, recaudó fondos para la edificación del templo y compartió su fe con muchos de sus familiares. 

Sus hijos, a la fecha, tienen sumo respeto por el Señor, valor que les inculcó su mamá de manera muy intencional.

Con los nietos que nacieron en Estados Unidos (los más chicos de la familia), esa mujer fuerte, determinada e imparable se convirtió en Nana, un mote de cariño que es común para las abuelas en ese país. Todos adoptamos esa forma de llamarla, al mismo tiempo que comenzamos a verla con más ternura.

Ya como adulta fui testigo de lo dulce que era el matrimonio de mis abuelos. Mi abuelito con esa mirada cómplice que cruzaba con todos sus nietos, seguía a su amada Inesita en todas sus empresas, procurándola y cuidándola. 

Parecían dos grandes amigos caminando lado a lado a todas partes, compartiendo chistes y risas. Cuando la memoria de Nana comenzó a fallar, mi abuelo decidió permanecer a su lado para cuidarla. Mientras él estuviera, deseaba atenderla; era su ancla a la realidad.

Se fueron juntos. La separación acabó con el corazón de Nana más pronto de lo que esperábamos. Apenas 4 meses después de la partida de mi abuelo, Nana murió. 

Algunas de sus acciones más significativas quizá pasaron desapercibidas para muchos, pero marcaron un cambio radical en la historia de mi papá, y por lo tanto en mi historia. Gracias a la nobleza de mi abuelo, mi papá tuvo a alguien a quien llamar «papá»; quizá también gracias a eso, yo tengo un papá que sabe ser tierno y generoso. Quién sabe cuántas bendiciones más me heredaron sin yo saberlo, y es por eso que tienen mi gratitud y amor por siempre.


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