Mi búsqueda de Dios

Foto por Marian Ramsey

En el fondo pensaba que Dios no estaba muy contento conmigo

Por Mirna Sotomayor Lechuga

En mi infancia fue mi mamá quien me habló de Él. En una tarde soleada me tomó con cariño en sus brazos y sacándome al jardín de la casa, me hizo ver todo lo que nos rodeaba: flores, montañas, bosques, río y todo lo que había en el campo alrededor de la finca donde vivíamos. Luego me pidió que la mirara y en seguida su tono de voz se hizo profundo y solemne: 

—Todo lo que hemos visto, lo hizo Dios. Él vive en el cielo y es muy bueno. Tiene un Hijo y un Espíritu Santo, pero es un solo Dios. Debes amarlo aún más que a mí y por sobre todas las cosas. Él sabe lo que haces. Siempre te está viendo, así que pórtate bien y que no se te olvide lo que te he dicho.

No lo olvidé. Me intrigaba saber cómo era Dios. A veces pasaba el tiempo abriendo y cerrando los ojos con la idea de que, en una de esas, Dios saldría del sitio donde todo lo veía y yo lo «pescaría» en una de tantas. Pero Él era más rápido que yo, lo cual me asombraba mucho. 

El tiempo pasó y por una época me olvidé de Dios. En realidad, en el fondo pensaba que Dios no estaba muy contento conmigo y por eso no quería que lo conociera. 

Pero cuando iba a la primaria volví a tener noticias de Él. Una de mis compañeras, Dalila, era evangélica y las otras niñas no le permitían participar en nuestros juegos. 

Al principio yo no entendía la causa del rechazo. Creía que ser evangélico era como tener sarampión; pues hacía poco yo había tenido esa enfermedad y no me permitían jugar con nadie. Sin embargo, poco a poco caí en la cuenta de que el problema con Dalila tenía que ver con Dios y me sentí muy mal por haber sido una de las que la hostilizaron por su fe. 

Esto sucedió el día en que a mi compañerita le encontraron una carta donde una persona le daba ánimos, asegurándole que Dios la amaba y protegía. Aquel papel fue pasando de mano en mano, mientras que Dalila, llorando, suplicaba que se lo regresaran. Por desgracia yo fui la última que lo recibió. Pero en lugar de ser amable, le di un tirón de pelo y le arrojé la carta a sus pies.

Sin embargo, algo dentro de mí se conmovió al leer: «Que nuestro Dios, Jehová, te bendiga». ¡Conque Dios tenía nombre! ¿Cómo era que Dalila sabía eso? ¿Cómo lo había sabido?

Desde aquel día nunca pude mirarla a los ojos y me sentía miserable, pues era incapaz de acercarme a ella y preguntarle algunas cosas que eran muy importantes para mí. Aquel día aprendí el alto costo de seguir de manera ciega y estúpida la ignorancia e injusticia de otros. Poco tiempo después Dalila ya no regresó a la escuela y yo perdí una oportunidad dorada de conocer a Dios. 

Tal vez a estas alturas se piense que en mi familia no tenían religión, pero no es así. En mi casa todos eran muy religiosos cuando la misa era en latín. Pero por otro lado, Dios no era el tema de las conversaciones porque todos sabíamos que era mejor no mencionarlo pues podíamos causar su ira. «Dios castiga sin palo y sin cuarta» rezaba el refrán. 

Poco a poco comencé a darme cuenta de cosas que no me parecían muy lógicas. Mi mamá me había dicho que Dios era bueno, pero en la iglesia se hablaba todo el tiempo de que si no hacíamos esto o aquello Dios nos castigaría. Por supuesto ni pensar en irse al cielo así como así. Uno se moría y Dios ponía en la balanza todos los actos de una persona. Casi nadie alcanzaba la entrada y se iba uno al infierno o al purgatorio. 

A mí me chocaba este concepto del «amor y justicia» de Dios y volteé mis ojos a otra parte.

Un primo mío andaba en filosofías orientales y comencé a escucharlo. Luego una amiga me llevó al templo de una secta hindú. Me mostró la foto de cada gurú que se veneraba ahí. Todo iba bien hasta que vi entre ellos el retrato de Jesús; estaba al nivel de los demás. No me gustó y le dije a mi amiga: —Jesús es el Hijo de Dios. ¿Por qué no está en primer lugar y sobre la foto de los demás?

Aquello acabó en discusión y aunque seguí leyendo algunos libros más sobre religiones, mi corazón ya no estaba ahí. Y Dios, ¿a dónde se había ido?

Ya tenía 22 años y me había endurecido mucho. No tenía paz y no veía el propósito de mi existencia. La vida me parecía absurda y no tenía respuesta a mis preguntas ni sabía cómo resolver mis problemas. Solo quería escapar de mí misma. 

Entonces avisaron que vendría el Papa a México. Vi eso como la respuesta a mis inquietudes, pero el Papa llegó y se fue, y nada pasó en mi vida, excepto que me sentía más vacía. Así que me resigné a mi suerte y di por hecho que nunca conocería a Dios.

Dos años más tarde una amiga me invitó a una reunión de oración para que la acompañara porque no tenía con quién ir. Yo me negué en redondo, pero como dijo ella: 

—Solo quiero que me acompañes. Yo tampoco voy por voluntad, pero ya no tengo excusas para negarme.

Fui. Todo era nuevo. Cantaron y oraron. Yo quería irme, pero como nos habíamos sentado hasta atrás y el lugar se había llenado, no podíamos salir. De pronto el hombre que hablaba dijo: —Aquellos que no conozcan a Cristo y quieran conocerlo, que levanten su mano.

Mi corazón dio un brinco y me pregunté: Mirna, ¿qué conoces de Cristo? Empecé a hacer un recuento. No era mucho, apenas seis cosas. Pero yo quería conocerlo y ya no quería dejar pasar otra oportunidad. Levanté mi mano. Mi amiga, muy enojada, me la bajó en tres ocasiones, diciéndome: 

—¡Estás loca! ¿Vas a cambiar de religión?

—No me importa cambiar de religión.

—¡Te vas a condenar!

—¿Todavía más?

—¡Te vas a ir al infierno!

—¡¿Y qué?! Pero habré conocido a Cristo.

Me levanté meditando en lo que iba a hacer y en lo que mi amiga me había dicho. Pensé: «Esto es serio. Es para toda la vida y quién sabe a dónde me lleve».

Esa noche recibí a Jesucristo. Oré con todo mi corazón arrepentida por todos mis pecados. Vino a mi mente Dalila y también pedí perdón por lo que le había hecho. Salí de la reunión con una paz indescriptible. 

Por fin era de Cristo, suya por siempre. 

Han pasado muchos años, que no siempre han sido fáciles. Sin embargo, Dios ha sanado mi corazón, me ha dado un propósito para vivir y lo más importante, cada día lo conozco más. 

Tomado de la revista Prisma 21-4.


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