La terquedad y mi vocho
Aterrada y triste, lloré amargamente
Por Sara Trejo de Hernández
Iba conduciendo mi Volkswagen por la Calzada de Tlalpan, en la Ciudad de México. Le acababa de comprar las salpicaderas, por lo que lucía muy bonito. Eran los 80 y venía de la fiesta de despedida de soltera de mi mejor amiga. El reloj marcaba casi las 12 de la noche. Mi auto era el único que ocupaba la avenida.
De pronto vi que otro auto se me acercaba con rapidez. Yo estaba en uno de los carriles de alta velocidad, pero no junto a la barda del Metro, sino el que seguía. Como no había nadie más, cuando me echó las luces altas, pensé: «¿Por qué me voy a quitar? Que se mueva él. Tiene toda la calzada para rebasarme».
Así que no me quité. El auto no tardó en pasar por mi lado derecho, pero en vez de irse veloz como había llegado, me empezó a empujar hacia la pared de contención del Metro. ¡Su intención era que me estampara contra la barda! Pero su defensa se atoró con mi salpicadera y la arrancó con todo y estribo. Luego se fue.
Aterrada y triste, lloré amargamente. Estaba avergonzada de mi actitud. La Palabra de Dios me había dicho en varias ocasiones: «Todo hombre prudente procede con sabiduría; mas el necio manifestará necedad» (Proverbios 13:16).
Si solo me hubiera movido no habría pasado nada. Pero en mi terquedad el Señor me dejó experimentar las consecuencias de mi desobediencia.
Esta experiencia dejó una profunda huella en mí. Quisiera decir que nunca más he sido necia. Desafortunadamente no puedo afirmarlo, pero sí he tenido más cuidado para evitar actuar así.
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