Cuatro horas de incertidumbre 

Foto por Erick Torres

Foto por Erick Torres

Llegó un momento en el que pensó que no volvería a ver a sus pequeñas

Por Elsa Amezcua de Balderas

Mi hermana Ethel había renunciado a su trabajo para dedicarse de tiempo completo a su familia. Estaba emocionada y lista por esta nueva etapa que, sin duda, presentaría varios retos. 

Uno de ellos, que ya estaba en consideración desde hacía tiempo, era aprender a manejar. Era necesario más que nunca, ya que le facilitaría moverse con sus tres pequeñas hijas; una de cuatro años, otra de dos y la menor, de tan solo seis meses. 

Una tarde, después de que mi cuñado llegó de trabajar, Ethel le pidió que le diera una clase de manejo. Como eran casi las siete de la noche, él lo dudó mucho, pues consideraba que ya era tarde. Ella insistió y para no desmotivarla, él accedió. Encargaron a sus tres nenas y se fueron a un lugar cerca de su casa para que ella pudiera practicar.

No había pasado mucho tiempo, cuando Luis, mi cuñado, vio algo muy extraño por el espejo retrovisor. Se dio cuenta de que algo grave estaba por suceder. Le dijo a Ethel que arrancara inmediatamente, pero mi hermana tardó más en entender la orden que en sentir las armas de fuego apuntando a sus cabezas. 

Eran dos hombres, quienes enseguida los llevaron a la parte posterior del auto donde los agacharon y arrancaron el coche. En medio de esa aterradora situación, mi hermana clamaba en silencio. Aunque no sabía a dónde iban ni lo que ellos querían, entendía que habían sido secuestrados. Escuchaba cómo le gritaban a su marido exigiendo las claves de sus tarjetas y deteniéndose en varios lugares.

Aunque a ella también la increparon, no pudo emitir palabra alguna; el shock la había enmudecido. Sentía cómo caían las gotas de sudor de su esposo y solo seguía rogando a Dios por él y por sus hijas. 

Llegó un momento en el que pensó que no volvería a ver a sus pequeñas y oró: —Señor, mis hijas son tuyas, tú las amas más que yo, te las entrego.  

Fue una entrega total, en paz, de fe sincera al saber que el Dios en quien creía, era bueno y soberano.

Fueron cuatro horas de incertidumbre y angustia, pero por la gracia de Dios, los hombres por fin los soltaron y los dejaron irse en su propio coche. Conmocionados por lo sucedido, regresaron a casa dando gracias a Dios porque estaban sanos y salvos, y por la oportunidad de reunirse de nuevo con sus hijas. 

No cabe duda, una entrega completa de fe sincera en Dios, que es bueno y soberano, trae esperanza y paz en medio de cualquier circunstancia. 


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