Su amor me restauró

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Un compañero me invitó a fumar un cigarro de mariguana. Ya no volví a ser la misma. A los pocos meses, rompí las ataduras que parecían limitarme y dejé el hogar que me vio nacer

Por Isabel Castillo

Mi infancia transcurrió normalmente. Mis hermanos y yo tuvimos la oportunidad de estudiar en una buena escuela de la Ciudad de México y de vivir cómodamente, sin presiones económicas.

A la edad de dieciocho años, ingresé a la entonces Escuela de Ciencias Políticas y Sociales, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ahí, por primera vez escuché sobre la lucha de clases, la distribución injusta de las riquezas y de la «urgente necesidad» de un cambio social.

Conocí a un grupo de estudiantes que realizaba actividades encaminadas a provocar este cambio. Al cabo de dos años ya me había involucrado con ellos y a veces los acompañaba a hacer pintas en las bardas de las colonias proletarias; asistía a reuniones donde se entonaban canciones de protesta; y participaba de un estudio semanal sobre El capital de Carlos Marx.

Todo me parecía nuevo y me entusiasmaba, pero como hija de familia, cada vez me volvía más rebelde. Fácilmente rompía los límites establecidos por mis padres. A finales de 1966, un compañero me invitó a fumar un cigarro de mariguana. Ya no volví a ser la misma. A los pocos meses, rompí las ataduras que parecían limitarme y dejé el hogar que me vio nacer.

Viajé con un pequeño grupo de jóvenes intelectuales por el interior de la República y después hacia Estados Unidos de América, para participar en la «Marcha para la gente pobre» y unirnos a las minorías de blancos pobres, chicanos, portorriqueños, indios y negros, quienes luchaban por mejorar sus condiciones de vida.

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Todo aparentemente iba muy bien, hasta que el líder del pequeño grupo con el que viajaba, me propuso irnos con el dinero de los demás, y después de que lo denuncié, nuestro grupo se disolvió.

Regresé a México donde se estaba levantando un fuerte movimiento estudiantil; era el inolvidable año de 1968. La Universidad había sido tomada por los estudiantes y con frecuencia se hacían mítines para animarnos a seguir luchando, hasta lograr un «cambio significativo» en nuestra sociedad.

Unos jóvenes formaban el grupo de choque del entonces gobierno que repartía mariguana y pastillas de ácido lisérgico entre el estudiantado.

Cuando el 2 de octubre nos citaron a todos en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, llegué tarde y tan solo escuché los disparos.

Al reanudarse las clases, me era muy difícil concentrarme, confundida ante tanto suceso y por la angustia que provocaba el profundo vacío que sentía dentro de mí.

Entonces conocí a una persona que parecía ser distinta. Tenía esposa e hijos y me insistía en que mi vida podía ser diferente. Un día leí un folleto cristiano y me enteré de que Dios me amaba; de que yo por ser pecadora no podía disfrutar su amor y de que Jesucristo murió por mí para salvarme y perdonar mis pecados. Decidí invitarlo a ser mi Señor y Salvador personal y le pedí que cambiara mi vida.

Después de un tiempo, una amiga en la Universidad me volvió a hablar de Jesucristo y me ayudó a estudiar la Biblia.  

Desde que recibí a Jesucristo he cambiado significativamente. Durante trece años fui coordinadora de la Cruzada Estudiantil y Profesional de México, un movimiento cristiano evangelista y discipulador. Después me casé con un cristiano maduro espiritualmente; Dios me ha bendecido abundantemente con la provisión de tres hijas, quienes son un testimonio viviente del amor restaurador de Dios.

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