¡Ayúdame, Señor, a llegar a casa!

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Quería agarrarme, pero no podía. Se oían ruidos tremendos, muchos objetos comenzaron a caer

Por Carmelita Morales 

Mary dijo: “¡Está temblando!”. Arreció y entonces sonó la alarma sísmica. El temblor era muy fuerte, ¡fue una sacudida tremenda! No nos obedecían las piernas, sentíamos que nos íbamos para uno y otro lado. Era el 19 de septiembre de 2017.

Mi hija Mary y yo estábamos en una consulta médica en el quinto piso de un edificio situado en la calle de Bajío, en la Colonia Roma, de la Ciudad de México. Mari recogió los estudios y los metió en su mochila, luego tomó mis cosas y quería agarrarme, pero no podía. Se oían ruidos tremendos, muchos de los objetos del consultorio comenzaron a caer.

Entonces, Mari alzó la voz y dijo:” ¡Padre, glorifícate en esta hora!” Y comenzó a orar la oración de Jesús:  

“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra… porque tuyo es el reino y el poder y la gloria, por todos los siglos. Amén”.

Seguimos con el Salmo 23:

“El Señor es mi Pastor; nada me faltará.

En lugares de delicados pastos me hará descansar;

junto a aguas de reposo me pastoreará.

Confortará mi alma...

Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,

y en la casa del Señor moraré por largos días”.

¡Amén y Amén!

Había gente en el pasillo y también junto a las escaleras. Cuando terminamos de orar, se calmó el sismo y la secretaria dijo con voz calmada: “Bajemos las escaleras despacio, con mucho cuidado”.

Empezamos a caminar, mis piernas parecían hilachos y sentía que mi corazón iba a explotar por los latidos tan fuertes. Pensé: “¡En la torre, son cinco pisos! No voy a poder bajarlos”. Gracias a Dios, sí pude. Sentía mis pies muy ligeros, como si no hubiera escalones. ¡Era como si estuviera flotando! 

Mari iba adelante de mí y atrás el doctor. En el tercer piso las paredes comenzaron a botarse y agrietarse. Fuimos los últimos en salir a la calle. Allí estaba una multitud de gente atolondrada, de todas las edades, ¡fue impresionante!  

De repente oímos un ruido aterrador: ¡Una explosión de gas a unas cuadras! Vimos cómo se levantó una llamarada de fuego y unos segundos después, un edificio se vino abajo levantando una gran nube de polvo.  

Mari me preguntó: “¿Podrás caminar? Mira como está el tráfico, no hay transporte”.

“Si el Señor nos sacó del edificio totalmente ilesas, el Señor también me va a dar fuerzas para caminar”, le contesté. Y así fue. Lo que no había caminado en todo el año, lo hice ese día. 

En la mañana, durante mi devocional, al orar le había dicho al Señor: "Mi Dios, heme en tus manos, dirígeme y sé mi guía hasta el final del día". Luego leí el Salmo 99 que dice en parte

“Dios, el Señor reina; temblarán los pueblos.

Él está sentado sobre los querubines, se conmoverá la tierra.

Nuestro Dios en Sión es grande, y exaltado sobre todos los pueblos.

Alaben tu nombre grande y temible" 

Estaba estrenando zapatos ya que según yo, no iba a caminar mucho. Tengo dos juanetes que me punzan cuando hace mucho calor, y además tengo un dedo atravesado sobre el pulgar de mi pie derecho. 

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El sol estaba a todo lo que daba, se sentía un calor agobiante y mis pies me dolían, ¿Cuántas cuadras caminamos? No lo sé. De repente, un alma piadosa nos invitó a subir a su auto y nos ofreció darnos un empujoncito hasta la colonia del Valle que era a donde ella iba. Nos subimos, y a vuelta de rueda, llegamos a su casa. Nos bajamos de su auto y le dimos las gracias.

Cuando comenzamos a caminar nuevamente, el dolor que sentía en mis pies era intenso, pero no quise decirle nada a Mari, quien volteaba a verme de vez en cuando. 

“¡Ayúdame Señor, a llegar a casa!" supliqué. Entonces, tuve una visión: Vi a mi Señor Jesús subiendo en el Monte Calvario, llevando el madero sobre sus hombros, con la corona de espinas incrustada en su cabeza, su rostro ensangrentado. ¡Y me miró!  

En ese momento se me hizo un nudo en la garganta, los ojos se me llenaron de lágrimas y pensé: "Esto que estoy pasando no es nada comparado con lo que Tú hiciste por mí, mi familia y toda esta gente, llevando mi pecado en ese cruento madero". En ese momento desapareció el dolor de mis pies. 

Seguimos caminando. Estábamos bañadas en sudor y teníamos sed. Comenzaron a acordonar ciertas áreas, donde había inmuebles dañados y nos desviaban. Por fin, llegamos a Zapata. ¡Bendito Dios! Me alegré porque solo nos faltaban unas diez cuadras para llegar a casa.  

Pero teníamos que atravesar calzada de Tlalpan. Esto implicaba subir las escaleras del puente. Lo hicimos, aunque sentía que no me alcanzaban mis torpes y cortas zancas. Una vez más, el Señor me ayudó a subir y a bajar. 

Al atravesar el puente vimos a los cuatro lados, edificios derrumbados y otros muy dañados. Gracias a Dios, por fin llegamos a casa. Ya estaba ahí José Carlos, mi nieto, completito. A él le tocó el terremoto en el metro, cuando iba rumbo a la UNAM. Nos platicó cómo la gente salió precipitadamente, atropellándose.

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Reflexionando sobre todo lo que viví durante este evento, alabo a Dios porque cada momento, vi su gloria. Su amor y protección estuvieron sobre nosotros guardándonos de todo peligro. Así como él promete en su Palabra: 

“… yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Y también: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad”  (Juan 16:33).

Días antes pensaba: “Con tanto achaque me siento como un mueble viejo e inservible. Salgo a caminar y me sofoco. Solo se me va el tiempo en comer y en dormir. Después de haber sido una cristiana muy activa, ahora estoy recluida, inservible”.

Después de lo que viví ese día oré así: “Quiero servirte mi Dios hasta mi último suspiro y te pido, que mientras haya aliento de vida en mí, me uses”.  

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