Nuestra familia era un desastre

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Mi padre empezó por fastidiarnos, pero como vio que no nos afectaba probó otro plan haciendo brujería

Por Antonio Dávalos Villalba

Nuestra familia era un desastre. Mi padre llegaba a la casa cuando quería, pero no traía dinero; lo gastaba todo en vino. Al pasar el tiempo empezó a andar con mujeres y llegó el día en que le vino en mente deshacerse de nosotros y dejarnos.

Empezó por fastidiarnos, pero como vio que no nos afectaba probó otro plan haciendo brujería. Mi madre asistió a un templo espiritista para que le hicieran limpias; sin embargo, no sucedía nada y mi padre seguía en lo mismo.

Yo buscaba una salida. Teníamos un altar con una imagen donde a diario elevábamos oraciones en busca de una respuesta. Con lágrimas siempre pedimos que mi padre cambiara. Mientras tanto, mi hermano mayor seguía los pasos de él. Empezó a fumar y a tomar y después inhalaba cemento. No teníamos guía.

Pasó el tiempo y mi padre buscó otro trabajo porque no le alcanzaba el dinero para mantener sus placeres. Entró en un buen puesto, pero en esa fábrica le empezaron a dar el mensaje de la salvación en Cristo. Nos enseñaba folletos y nos platicaba de lo que le decían, pero aseguraba que no les iba a hacer caso porque eso no era cierto, no era bueno.

Aunque él era muy renuente, en la fábrica le seguían exponiendo el plan de Dios. El Señor tenía algo preparado para él y para nosotros y por su gran misericordia tocó el corazón de mi padre de tal manera que cambió de una forma inexplicable. Ya no era el mismo.

Nosotros lo veíamos y nos preguntábamos qué tendría, qué le había sucedido, si estaría enfermo. Verdaderamente con su cambio vimos la mano de Dios, pero no queríamos nada con esas cosas.

Mi hermano mayor seguía en sus vicios; el único vicio mío era el baile. Me decían que lo hacía bien. Llegaba a casa a altas horas de la noche, si es que llegaba. Duré mucho tiempo así y después empecé a tener problemas. En una ocasión me querían golpear pero no sé por qué, finalmente no pasó nada.

Me sentía muy intranquilo; algo me faltaba. Mi hermano mayor ya había dejado el vicio; no tomaba ni fumaba y tampoco tenía actitudes extrañas. Como mi padre le hablaba constantemente de las cosas de Dios, el Señor tocó su corazón y lo cambió.

También a mí me invitaba mi padre al templo. Yo no quería ir pero hasta cierto punto me obligaba y por fin empecé a asistir a diario. Dios hablaba al corazón de mi otro hermano, Ricardo, pero yo seguía asistiendo de mala gana porque prefería buscar la música y bailar. Ese era mi escape.

En ocasiones mi padre se distraía y yo aprovechaba para salirme del templo. Iba con mis primos porque tenían un equipo de sonido. Llegaba al otro día a casa y me sentía mal. Mi padre me regañaba y me hacía ver que estaba en un error.

Seguía en este mal camino pero también asistía al templo por compromiso porque mi padre me mandaba, aunque se me hacía muy molesto. El pastor hablaba y hablaba y yo no entendía. El templo era grande con poca luz y eso hacía un poco incómodo el lugar.

En una ocasión veía la televisión y pasaron películas de la crucifixión de Cristo. Me ocurrió algo inexplicable. Al observar las películas se me salían las lágrimas y no entendía por qué. Me sentí como si fuera otra persona.

Ese día sin ninguna presión ni invitación de nadie, me preparé para ir al culto. Fui solo y llegué temprano; lo raro fue que me senté en las primeras bancas (por costumbre ocupaba las últimas).

Empezó el culto. Adoraban a Dios y yo también lo hacía sin poder evitarlo. Estaba muy atento, lo que nunca había hecho. Después subió al púlpito un hombre que no conocía y pidió que abriéramos las Biblias para leer una cita que hablaba de la muerte de Cristo.

El predicador narraba cómo con dolor el Señor Jesucristo había padecido en la cruz por nuestra culpa y con voz muy fuerte recalcaba que había muerto por nuestros pecados. Nos decía cómo lo habían golpeado y despedazado por los pecadores, por mí.

Entonces me sentí culpable. En mi corazón y en mi cabeza me dio calor, algo muy extraño. Hicieron un llamado a aquellos que no habían reconocido a Cristo como su Señor, ni lo habían aceptado en su corazón y muy pocos respondieron. Yo anhelaba pasar pero no podía. Empecé a llorar y con lágrimas le pedí al Señor que me perdonara por todos mis pecados.

Cuando volvieron a hacer el llamado, de repente alguien me tomó de la mano y me ayudó a pasar adelante. Sentí una necesidad inexplicable de pedirle a Dios perdón y acepté a Cristo como mi Salvador. Pedí que entrara en mi corazón y de allí en adelante cambió mi vida, así como la de mi familia. Ahora servimos a Dios.

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