Ruinas gloriosas

Foto por Mariam Ramsey

¿Qué pasa cuando las ruinas somos nosotros? 

Por Johanna Ochoa

Seguramente has escuchado o visitado alguna de estas famosas ruinas: las Pirámides de Giza, en Egipto; Machu Picchu, en Perú; el Coliseo Romano; la Gran Muralla China; o Chichén Itzá, en México.

Es fascinante visitarlas. Nos hacen viajar por el tiempo. Sin duda, están llenas de historias; nos hablan de vidas, triunfos, derrotas y caídas.

Pero, ¿qué pasa cuando las ruinas somos nosotros? Quizás en algún momento, sentimos que la vida está en un proceso de destrucción y que no se puede hacer nada más. Ver nuestras ruinas no trae el mismo encanto que visitar aquellas de las que hablamos antes. Desde luego, mostrarlas no nos causa orgullo, por el contrario, las escondemos.

Hemos llegado a ver la decadencia de nuestro ser como algo malo, como una derrota; nos causa vergüenza. Pero, en realidad, puede ser tan valiosa y preciosa como cualquier ruina famosa. En nuestras ruinas también hay vida, triunfo, derrota y caída. Reflejan algo invaluable; el poder de Jesús que restaura nuestras vidas. Ante su gloriosa luz, lucen hermosas y de gran estima. 

Es ahí, en nuestro momento de mayor debilidad y flaqueza, donde Jesús puede y quiere mostrarnos Su amor. Le da vida a lo que está muerto; forma, a lo que carece de estructura; luz, a la oscuridad más densa; y gozo, a la tristeza más profunda. 

A veces podemos huir de nuestras propias ruinas, las ignoramos o nos conformamos con ellas. Esto nos arrebata la oportunidad de que Dios actúe en nosotros. Si se lo permitimos, Él puede dar forma a nuestra vida y restaurar cada parte de ella, sin importar qué tan destrozados y gastados estemos. 

Nuestro Dios puede levantarnos con poder y ayudarnos a ver nuestra fragilidad con amor. Al final, podremos decir: «Benditas ruinas que me acercaron y me dejaron conocer más a mi Señor». 

¡Permitamos a Dios transformar nuestras ruinas dolorosas en preciosas, para su gloria y honra! 


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