Hablemos de la disforia de género

Foto por Andrea Hernández

Me sentía una aberración por tener estos deseos que llegaron solitos

Por Rebeca Maciel

Últimamente hemos escuchado más sobre la «disforia de género» como la característica principal de la transexualidad, es decir, que se atribuye a las personas «cuya identidad de género no corresponde con la del sexo asignado al nacer» (RAE). 

En la actualidad existe un debate muy grande, en el cual los cristianos (y muchísimos no creyentes también) nos oponemos violentamente a la idea de consentir y promover que los menores de edad sean sujetos a procesos hormonales y cirugías para aparentar ser del sexo opuesto.

Podría escribir todo un ensayo sobre el tema desde el aspecto científico, ideológico, moral, filosófico y/o teológico pero bastante información tenemos ya, al alcance de un clic. 

En cambio, quiero hablar sobre este tema a partir de mi propia historia y argumentar desde mi experiencia por qué (además de que va en contra del diseño y voluntad de Dios) es una terrible y trágica idea apoyar a los menores de edad en esta decisión. 

Desde que tenía diez años empecé a notar cambios drásticos en mi cuerpo que no me gustaron. Me llegó la pubertad antes de lo esperado, según mi pediatra. Me estaba convirtiendo en una señorita, pero no parecía una. Mis facciones se estaban engrosando, tenía mucho vello en el cuerpo, no tenía cintura curvada y era más alta que la mayoría de las niñas de mi edad, entre otros detalles que me avergonzaban.

La  disforia es definida como un «estado de ánimo de tristeza, ansiedad o irritabilidad» (RAE); eso fue justo lo que empecé a sentir respecto a mi cuerpo. 

No creía que se veían coherentes mis nuevos y pequeños senos con el resto de mi cuerpo tosco y «sin chiste». Estaba frustrada, así que hacía lo posible por esconderlo; me ponía un overol grande que ya no usaba mi papá, sobre una playera de cuello redondo y tenis voluminosos. A veces me hacía una colita de caballo, y otras, dejaba mi lacio y oscuro cabello suelto y despeinado. Me sentía más cómoda así.

De seguro, muchas mujeres que leyeron lo anterior se habrán identificado. Es bastante común que tengamos una temporada de crisis con nuestra imagen personal al entrar en la pubertad, la cual con los meses o años vamos superando y después hasta le agarramos el gusto y damos gracias a Dios por esa transición de niñas a mujeres. 

En mi caso pasaron un par de años y no me adaptaba. Me sentía cada vez más inconforme y frustrada. Cuando tenía doce o trece años fue la época en que se dio el boom de los Backstreet Boys. Todas estábamos embobadas con esos cinco chicos, sus canciones y coreografías. Yo tenía posters del grupo en mi cuarto. 

De pronto, empecé a notar que realmente no estaba «loca» por ellos como todas las chavitas; en realidad lo que yo quería era ser como ellos. Quería bailar como ellos, hablar y cantar como ellos, vestirme como ellos, actuar como ellos, y también tener un cuerpo como el de ellos. ¡Quería ser un hombre! 

Soñaba con tener el tono de voz y corte de cabello de Nick Carter, poder usar pantalones bombachos y playeras de tirantes para lucir brazos fuertes como los suyos; poder usar unos tenis y gorra como los de Brian, y tener una barba de candado como la de Howie o A.J. 

Recuerdo que en la secundaria tenía una libreta con puros dibujos hechos por mí de rostros de chavos con barba de candado y piercings. Quienes veían ese cuaderno pensaban que eran dibujos de mi crush, pero no. Eran ideas de cómo me vería yo si fuera hombre. Fantaseaba con ello hasta obsesionarme. 

Llegué a vestirme como hombre estando en mi casa, con el pretexto de que me estaba disfrazando de los Backstreet Boys, así aprovechaba para tener unos minutos de alegría al verme de la manera en la que más me identificaba. Me escondía el busto y el cabello largo, me pintaba una barba y tatuajes, y me tomaba fotos. 

No me gustaba ser mujer ni las cosas que hacían las chicas. Tampoco me resultaba deseable ser la «machorra» de mi grupo de amigos. Aunque sí me sentía físicamente atraída a los hombres, al final me atraían más sus looks, y en lugar de enamorarme de ellos, terminaba envidiándolos. ¡Fue tan confuso!

No podía contarle a nadie lo que me pasaba. Empecé a sufrir en silencio de una manera bárbara. Sabía que no había nada que pudiera hacer para engrosar mi voz, provocar que fuera más musculosa o me saliera barba. ¡Era imposible! Me sentía una aberración por tener estos deseos que, aunque sí fomenté, no había provocado ni iniciado; llegaron solitos. ¡Creía haberme vuelto loca!

Una vez escuché una conversación de mi mamá en la que decía que en la tele había escuchado a una psicóloga decir que el sentirse atraído a alguien del mismo sexo o no identificarse con su sexo de nacimiento, era algo muy común en la etapa del desarrollo psicosexual del adolescente, y que eran cosas que con el tiempo se superaban. Estamos hablando del año 2000 cuando aún era mal visto ser gay o trans en la sociedad, ni siquiera se usaba el término LGTB. 

Me acuerdo que cuando escuché eso me dio cierto alivio. «Entonces, es algo pasajero, ¡voy a estar bien!», pensé. Y de hecho, así fue. Fueron varios años muy desconcertantes, pero puedo afirmar que ya en la prepa empecé a abrazar mi feminidad de una manera natural, y fue después de esa temporada que conocí a Cristo. 

A la fecha tengo gustos que para algunos podrían considerarse masculinos, pero son sólo eso: gustos. Lo importante es que me encanta ser mujer y acepto mi cuerpo tal como es. Lo que menos quisiera ahora es parecer un hombre. 

Pienso en mi situación de adolescente y la comparo con cómo está la situación ahora y me da mucho terror y dolor. Si hubiera vivido esa disforia de género en la actualidad, bastaría ver uno que otro reel o TikTok para convencerme de que el paso más lógico al sentir estas cosas es abrazar una nueva identidad y envalentonarme para decírselo a mis papás. 

Ellos, con tanta información y presión social, y con los avances médicos actuales podrían haber buscado que tuviera acceso a un tratamiento hormonal de testosterona para poder masculinizar mis rasgos. Y ¡pum!, un año después, bien feliz yo con mi barba, mi voz grave, mi espalda ancha, músculos, (el vello ya lo tenía) y ropa cool, celebrando que «ahora me veo como hombre».

Pero, ¿qué hubiera pasado después, cuando esa etapa confusa terminara y estuviera lista para disfrutar de ser mujer? Resulta que ya no es posible porque ahora parezco más hombre que mujer y no hay vuelta atrás. ¿Qué efectos psicológicos, morales y espirituales tendría esto? ¿Cómo afectaría eso mi sexualidad? ¿Habría estado abierta a conocer a Dios?

Puedo dar un suspiro de alivio y agradecer por no haber hecho nada drástico en ese entonces y haber dejado pasar el tiempo para superar esta confusión. ¡Yo ya la libré! Sin embargo, los jóvenes de ahora están vulnerables en extremo. Para empezar, tienen prohibido llamarlo «trastorno», «confusión», «pecado», «anormalidad», etcétera y dan rienda suelta a sus anhelos sin imaginar las terribles consecuencias que enfrentarán por dichas decisiones.

Cuánto hubiera soñado yo a los doce años con recibir un tratamiento hormonal y parecerme a un hombre. Ahora sé que no tenía ni idea de lo que anhelaba, y si hubiera tenido la aprobación de mis pares, mis padres y la sociedad entera, sólo hubieran sido cómplices de la destrucción de mi identidad sexual. 

Yo sé que mi caso pasajero es diferente al de muchas personas que después de años y años, siguen creyendo que son del sexo opuesto al que nacieron o no se sienten ni hombres ni mujeres o continúan teniendo atracción hacia su mismo sexo. Es un dilema que simplemente no tengo el propósito de responder o argumentar en este texto.

Pero sí necesito expresar que la disforia de género es real, confusa y dolorosa para quien lo vive. Como cristianos es importante que seamos compasivos, pacientes y amorosos con las personas que tienen esta y otras batallas similares. Y al mismo tiempo, no podemos quedarnos en silencio, sino ser firmes al exaltar a Dios y el diseño que Él le dio a nuestros cuerpos y a nuestra sexualidad. Vale la pena luchar en contra de lo que puede destruir vidas. 

Dios tenía un plan bueno y hermoso para mi vida, y lo tiene para todos los niños y adolescentes de hoy. Nosotros podemos seguir siendo esa voz firme que habla la verdad, pero con un tono de esperanza y compasión.


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