Mi corazón estaba vacío

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Participé en tantas peleas, que tengo el cuerpo marcado como resultado de aquellos días

Por Nicolás Marín Díaz, en colaboración con GCM                                                          

Deslumbrado por esa falsa felicidad que ofrecen las supuestas emociones fuertes, a la edad de los quince años me dejé llevar por los amigos a un camino equivocado, sin pensar en el fracaso y el vacío espiritual que me esperaba. 

Así comenzó a relatar su emocionante historia el cantante cristiano Nicolás Marín Díaz, quien recibió a Prisma en su casa en San Vicente Chicoloapan, Estado de México. 

Cuando yo tenía tres años de edad mis padres empezaron a llevarme a la Iglesia cristiana., En mi afición a la música a temprana edad empecé a tocar la guitarra y a cantar en el templo. A decir verdad, me gustó. 

Pero a los quince años, con la ilusión de progresar económicamente, dejé mi hogar en San Agustín de los Becerros, Villa Victoria, Estado de México, y fui a radicar a la Ciudad de México en la colonia Ramos Millán, donde viví por varios años con unos familiares. 

No pasó mucho tiempo cuando ya tenía muchos “amigos” que me platicaban de sus emociones fuertes y me invitaban a fumar mariguana (que por cierto, nunca acepté). Les permití mucha confianza y por consecuencia me involucraban en cuanta pelea de pandillas había. 

Para ese entonces, yo trabajaba en una reparadora de bicicletas y disponía de carrujos de cemento que costaban tres pesos. Mis “amigos” me forzaban a que les vendiera algunos y ante esta situación decidí sacar provecho. En ocasiones era tanta la necesidad de los jóvenes por esos carrujos, que me llegaban a pagar treinta y hasta cuarenta pesos por cada uno. 

Participé en tantas peleas, que tengo el cuerpo marcado como resultado de aquellos días. Con la ansiedad de vivir emoción tras emoción me olvidé de Dios porque me era más fácil hacer lo que yo quería. Sin embargo, aumentaba mi amor por la música: en el transcurso de ocho años formé tres grupos comerciales de música romántica, aunque se desintegraron en poco tiempo. 

Al llegar a la edad de veintitrés años, me sentía solo y vacío. Ninguno de mis supuestos amigos, me comprendía; todas las veces que necesité de ellos me defraudaron. A pesar de todo, era renuente a acercarme a Dios. Era difícil reconocer que yo lo necesitaba. 

Pero un día mi madre enfermó gravemente; fue hospitalizada y operada de cálculos en la vesícula. Esta operación se le complicó con otros padecimientos, lo cual provocó que fuera casi imposible su recuperación. Esperábamos lo peor. 

En esos momentos nadie podía calmar mi angustia. Un sentimiento de culpa me invadía como el responsable de la condición de mi madre. Estaba solo y nadie podía ayudarme. Comencé a reflexionar: ¿Si muero a dónde iré? ¿He ganado el cielo? ¿He sido honesto y leal a Dios? ¿He practicado lo que mis padres me enseñaron? La respuesta era obvia: ¡no!  

Después de años de no hacerlo, decidí ir a la Iglesia Evangélica Independiente Pentecostés Monte Horeb, de la colonia Ramos Millán.  

Era un culto juvenil. Al terminar todos salieron pero yo me quedé, me dirigí al altar y allí, sinceramente con todo mi corazón le pedí perdón a Dios. Me arrepentí de mis mentiras, de las peleas, del rencor, del mal que hacía a mis “amigos”, del negocio que hacía con ellos, y acepté a Jesucristo como mi único y suficiente Salvador. 

No pasó mucho tiempo, cuando sentí una paz inexplicable y muy agradable dentro de mí. Le pedí al Señor en el nombre de Jesús que sanara a mi madre, a la vez que le prometí un servicio leal y fiel. 

Pocos días después mi madre sanó completamente. Pero yo no cumplí mi promesa inmediatamente. Trabajaba en una cadena de restaurantes y ganaba un buen sueldo. Dedicarme a servir a Dios implicaba dejar muchas comodidades. 

Mi conciencia me reprochaba por no cumplir mi palabra. En mi trabajo tenía muchas prestaciones, pero me faltaba paz, amor, un amigo o consejero; seguía solo. Me di cuenta de que con Cristo obtendría todo eso y además la vida eterna. 

Empecé a servir a Dios en compañía de tres de mis hermanos. Ahora solo quedo yo, pero soy feliz. Voy a donde me inviten y Dios me permita ir. Algo que es motivo de alegría para mí, es que los cantos inéditos que interpreto son composiciones de mi madre. Entre ellas “Mujeres cristianas”. 

Solo me resta decir que nada me ha faltado en lo económico, moral y espiritual. Hoy cuento con un Amigo y Consejero que no me deja solo y además mora en mi corazón.

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