Viajando... ¿sola?

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Cuando llegué a la plataforma se me acercó un hombre hablando en alemán. Me miraba con un rostro hambriento de algo y me sentí muy sola en la oscuridad. La única luz tenue provenía de un farol

Por C. J. McCalister

Llegué al aeropuerto cuatro horas tarde, por causa de una falla del avión en mi vuelo de conexión. Ya eran las diez de la noche y el aeropuerto parecía abandonado. Tenía que tomar un tren desde ahí hasta el pequeño pueblo alemán donde unos amigos me vendrían a recoger, pero por el retraso del vuelo ya había perdido el tren.

Encontré un puesto de información y traté de explicar mi situación sin ponerme a llorar de cansancio y estrés. La señora me explicó cómo tomar el metro a la estación del tren. Ella hablaba inglés y respondió a mis preguntas, aunque no tenía paciencia para escuchar mi desesperada explicación. 

—¿Hay algún cajero automático? —indagué—, no tengo euros. 

La señora me miró con sorpresa y desaprobación, pero sacó un billete de cinco euros y me lo pasó. 

—Esto te alcanzará para el metro. Baja por esas escaleras. Buena suerte. 

Seguí sus instrucciones y me subí al metro, perdida entre letreros y anuncios en alemán. Un grupo de tres policías se me acercó pidiendo mi boleto. Saqué el dinero y les traté de explicar. Uno de los tres hablaba inglés, así que me dirigí a él. 

—En el aeropuerto hay máquinas donde debiste haber comprado un boleto.

Por fin me salieron las lágrimas. 

—No llores, —me animó— ¡estás en Alemania! Intenta disfrutar. Seguro todo te saldrá bien. 

El policía me regresó los cinco euros y me ayudó a bajar en la parada correcta. Caminé por la estación hasta encontrar la taquilla. La persona que atendía no hablaba inglés, así que le mostré mi boleto original y subrayé mi destino final. 

Después de unos momentos entendió y me imprimió un boleto nuevo. Le di mi tarjeta de crédito sin idea de cuánto me estaba costando. Sabía que debía haber intentado quejarme con la aerolínea o con la señora del tren, pero no tenía la energía. Había estado viajando por casi treinta horas y solo quería llegar. 

Tomé mi boleto y busqué un teléfono para llamar a los amigos que me esperaban. No pude descifrar suficiente alemán para usarlo, así que busqué un lugar en dónde conectarme al internet para mandar un mensaje. Encontré un salón que anunciaba wifi, me acomodé en un banco y saqué mi computadora. 

Por más que intentaba no podía conectarme al internet. De pronto un hombre entró y empezó a gritar algo en alemán. Me aventó una botella de agua y salió. 

Empecé a llorar de nuevo. Había otro señor en el cuarto y él se acercó para preguntarme en inglés si necesitaba ayuda. Le expliqué que tenía que hacer una llamada y sin más preguntas sacó su celular y me lo prestó. Cuando ya había hablado con mis amigos le regresé el teléfono y salí al andén para esperar mi tren. 

Cuando llegué a la plataforma se me acercó un hombre hablando en alemán. Me miraba con un rostro hambriento de algo y me sentí muy sola en la oscuridad. La única luz tenue provenía de un farol. Se acercó más y tuve la sensación de que debía irme de ahí lo más rápido posible. Me puse de pie para regresar a un lugar con más luz y más personas. Mientras caminaba, le pedía a Dios que me ayudara.

—Por favor, que se aleje este hombre. 

El individuo me siguió por los pasillos oscuros, hablando cada vez con voz más alta. Vi a una joven sentada en un banco muy alumbrado, así que me dirigí hacia ella. Me senté a su lado y seguí orando. En ese instante el hombre se dio la vuelta y salió de nuevo hacia la plataforma. No dejaba de mirarme, pero no se volvió a acercar. 

Por fin el reloj mostró la una de la mañana, media hora antes de la salida de mi tren. Dos o tres personas se levantaron para caminar a la plataforma y los seguí cuidadosamente. Esta vez estaba orando por alguien que hablara inglés y me ayudara. 

Casi de inmediato una señora me vio y me preguntó, en inglés, de dónde era. Ella era de Francia e iba hacia Ámsterdam, pero se ofreció a ayudarme a subir al tren correcto. Resultó que el tren también venía retrasado por una hora, pero la mujer se quedó conmigo todo el tiempo, hablándome de su vida y escuchando mi historia. 

Nos despedimos cuando llegó el tren al andén, pues descubrí que a la mitad del viaje el tren se separaría: una parte iría a Ámsterdam y la otra al sur de Alemania. Al subirme, un buen hombre ofreció ayudarme con mi maleta y me aseguró que me avisaría cuando fuera tiempo de bajar. 

Me senté, respirando con calma por primera vez y le agradecí a Dios por poner a tantas personas en mi camino para ayudarme. Él siempre tiene un plan perfecto y ha sido fiel al cuidarme de todo peligro y temor. 

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