Arrebatado de las puertas de la muerte

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Recuerdo que una noche leí en el techo del cuarto un versículo pintado con amarillo: “Jesús dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida”

Por José Díaz

“Déjame ir”, le dije a mi esposa Silvia mientras sentía que me desmayaba.  “¿A dónde vas a ir?” me preguntó ella.  “Al cielo”, le contesté. 

Era noviembre de 2015. Ese día mientras me bañaba temprano sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo y comencé a temblar. Pensé que con el agua caliente se pasaría pero no fue así. Mi esposa me dio paracetamol y me sentí mejor. 

Teníamos un compromiso previo de ir a Puebla y decidimos seguir con los planes. Nos hospedamos con mi hijo. Al día siguiente fuimos a ver a un médico homeópata. Él diagnosticó una salmonelosis.  Al regresar a casa de mi hijo volví a sentirme mal y decidimos no regresar a la Ciudad de México sino quedarnos a descansar un día más.

Lo último que recuerdo es que mi hijo me dijo: “Sí papi, acuéstate en mi cama y yo me duermo en la sala”.  A las 7 de la noche cuando Silvia mi esposa entró a darme el medicamento, temblando le dije: “Déjame ir”.

Para las 10 p.m. del 20 de noviembre estaba inconsciente. Un médico amigo nuestro le advirtió a mi familia que tenían que internarme de inmediato. Llamaron a una ambulancia. Al llegar al hospital me entubaron porque estaba a punto de darme un paro respiratorio. El primer informe médico fue: “Sufrió un infarto al miocardio andante”. Como ya habían pasado entre 24 a 48 horas, el riñón y el hígado estaban fallando y parecía que una úlcera intestinal se había reventado.

Al otro día les informaron que los órganos se estaban colapsando y que los niveles de toxinas eran altísimos. No se explicaban por qué estaba pasando todo esto, era una hepatitis tóxica. El cuadro era crítico, sin esperanza.

El 22 decidieron hacer una hemodiálisis porque solo estaba trabajando la tercera parte de los riñones y las toxinas que estaban enviando el hígado dañaban a los demás órganos. Mi hijo mayor, Moi, me donó plaquetas y la transfusión mejoró mi estado crítico. Tres de los cuatro médicos que me vieron cuando ingresé al hospital habían pronosticado un deceso.

El 23 tenía mucha fiebre y estaba hinchadísimo. El médico dijo que de alguna manera eso era bueno porque quería decir que estaba luchando. Como estaba más estable, comenzaron a disminuir los medicamentos para el corazón. 

Una segunda hemodiálisis el día 24, logró que los niveles de enzimas tóxicas bajaran aún más y que el riñón y el hígado mejoraran. Me quitaron un medicamento y la presión y el ritmo cardíaco siguieron estables. Aún seguía inconsciente y decidieron ir quitando el sedante. Para el 26, el único tema delicado seguía siendo el hígado. Me quitaron el respirador y seguí evolucionando de manera favorable.

Cuando hicieron el primer intento para sacarme de terapia intensiva el 28 de noviembre, comencé a convulsionar. Hicieron una tomografía para ver si había daño en mi cerebro. El día siguiente decidieron que ya estaba estable y podía dejar la sala de terapia intensiva. Para el primero de diciembre ya comenzaba a reconocer y platicar con mi familia. No tenía fuerza en mis brazos ni piernas, pero mejoraba.

Recuerdo que una noche leí en el techo del cuarto un versículo pintado con amarillo: “Jesús dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida”.  En ese momento di gracias a Dios por mi salvación. Cuando llegó a verme mi esposa le comenté: “En este cuarto estuvo una persona cristiana antes que yo”. Le pedí que me trajera un crayón amarillo para escribir: “Es verdad”.  Pero el texto no existía sobre el techo, había sido una visión.

Por fin, después de 10 días en terapia intensiva y cinco en recuperación, salí del hospital. No podía valerme por mí mismo. Necesitaba una silla de ruedas, tenían que darme de comer, lavarme la boca, bañarme, llevarme al baño y ayudarme con todas las cosas básicas.  Estuvimos 15 días más en un campamento cerca de Puebla porque los médicos no sabían qué tanto estaba afectado mi corazón.

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Poco a poco y con la ayuda de la terapia llegaron los avances. Comencé a hacer “solitos” con ayuda de la andadera y a valerme por mí mismo.

La recuperación fue mucho más rápida de lo que los médicos habían pronosticado.  El 16 de diciembre el cardiólogo y el gastroenterólogo me dieron de alta y me retiraron los medicamentos. “Ya pueden regresar a México” dijeron asombrados por la forma en que mi cuerpo se había recuperado.

Mucha gente estuvo orando por mí. La Biblia promete en Jeremías 33:3: “Clama a mí y yo te responderé”.  Yo sé que Dios es el que hizo este milagro y se manifestó en gran manera.

Hoy estoy fuerte y puedo trabajar y seguir adelante de manera independiente. Estoy muy agradecido con Dios y no dejo de alabarlo y reconocerlo por sus maravillas y misericordia en mi cuerpo, mi vida y mi familia. 

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