Mi primera conversación con Dios 

De izquierda a derecha: Cynthia, Andrea y Paola (Año 2003).

Mi sed por entender si Dios era real me asfixiaba

Por Andrea Hernández González

Mi vida estaba a punto de cambiar por completo. Me encontraba en el campamento Kikotén con mis amigas Cynthia y Paola, me veía sonriente y feliz, pero sentía que mi mente iba a explotar por las dudas que tenía acerca de Dios.

No entendía nada. Chavos de mi edad cantaban alegres y hablaban de Jesús como si fuera cierto lo que creían. ¿Qué tenía que pasar para que yo fuera como ellos? ¿Quería ser como ellos? Tal vez lo que necesitaba era encontrar respuestas para, ahora sí, creer.

Nos tomaron esta foto y nos fuimos a cenar. Ahí salió la conversación que esperaba con ansias y saqué todas mis dudas posibles. Quería que mis amigos cristianos me bajaran la guardia y me comprobaran sus convicciones, pero no lo lograron. Contestaron mis preguntas pero no hallé respuestas. Terminé más confundida e intrigada. 

Entonces, alguien dijo algo como: «Ninguno de nosotros entendemos todo y aun así creemos. Puedes seguir haciendo mil preguntas, pero hasta que no decidas creer que lo que dice Jesús es cierto, no vas a poder entender lo demás. Primero cruza esa línea y las respuestas llegarán poco a poco».

En eso nos llamaron a participar en una actividad y la conversación terminó. Yo no quería ir. Mi sed por entender si Dios era real me asfixiaba y necesitaba ser saciada ya. Así que de mala gana salí y me formé en la fila. Estaba tan oscuro que solo identificaba sombras y risas indistintas. 

Había pasado más de un año desde que mi amiga Cynthia comenzó a compartirme de Jesús, y ya estaba exhausta con el tema. Quería ver a este Dios del que tanto me hablaban pero no lo lograba. Me sentí muy sola y enojada. Empecé a llorar, tratando de que nadie se diera cuenta.

De pronto sentí una presencia. Me encontraba entre puro adolescente, pero esta presencia no era humana. Era como si alguien estuviera continuando la conversación de la cena en mi mente. Llegaron frases nuevas que no había escuchado de mis amigos. Muchas eran las respuestas que esperaba. ¿De dónde estaba sacando esto? 

Noté que esa presencia quería llegar más allá de mi mente. Era insistente, como si me estuviera entrando una llamada al celular que entre más colgaba, más me llamaba. Era como si estuviera aterrada en el borde de la plataforma de un bungee y me quisieran empujar. Alguien estaba ahí conmigo. No lo podía ver pero era enorme, enérgico, firme, intenso. 

Entonces me atreví a preguntarle: «¿Dios, eres tú?», pero en realidad fue una afirmación con miedo: «¡Dios, eres tú!». Nunca me había sabido tan pequeña, ni al mirar desde la ventanilla de un avión. ¡Fue estremecedor!

Cynthia varias veces me había invitado a que «dejara entrar a Jesús» en mi corazón, pero esto se sentía más bien como si Jesús quisiera sacarme el corazón. Fue una lucha tremenda, pero conforme pasaban los minutos se hacía más irresistible bajar la guardia. 

Cuando por fin me rendí, decidí contestar la llamada; la voz del otro lado era dulce, familiar. Y me aventé del bungee; el panaroma era bellísimo y caí en blandito. ¡Qué alivio! Fue maravilloso. Por supuesto que lloré aún más y más. Todos se dieron cuenta.

Por fin estaba escuchando a Dios. No un dios en mi imaginación, sino al Creador del universo. No me estaba regañando, me estaba consolando. No me estaba exigiendo, me estaba invitando. Me estaba amando. Descubrí que eso de que Dios es Santo no es una exageración. Su perfección puso en evidencia mi pecado. Mi alma se estaba pudriendo y pude verlo a través de su luz. 

Pasó por mi mente todo lo malo que había hecho hasta el momento y arrepentida, le pedí perdón. De inmediato me sentí liberada. Conocí la paz. Un velo cayó de mis ojos y pude ver, comprendí mucho de lo que apenas una hora antes me parecía locura. 

Mientras los demás cantaban en la fogata, yo estaba inmersa en mi primera conversación real con Dios. Seguía sintiendo que Él quería sacarme el corazón pero era porque quería limpiarlo, transformarlo y darle vida. Añadido a eso y para mi sorpresa vi que yo no era la única. 

Por unos segundos levanté la mirada y me di cuenta de que mi otra amiga, Paola, que se consideraba atea y que estuvo a mi lado todo ese tiempo, estaba experimentando el mismo encuentro con Dios, rendida ante esta presencia todopoderosa. ¡Fue un milagro!

Así fue que mi amiga Paola y yo conocimos a Dios y creímos en Jesucristo. Mucha gente que nos conoció en esa época, creía que era sólo una fase; que éramos unas chicas influenciadas por amistades raras, que esa noche de la fogata había sido sólo una experiencia sensorial-emocional y que pronto volveríamos a la normalidad. 

Sin embargo, 20 años después, aquí seguimos; súper agradecidas, amando y siguiendo al Señor, conscientes y asombradas de saber que Él es el Camino, la Verdad y la Vida.


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