Un corazón de carne
Él transformó mi corazón de piedra
Por Karla Munguía
Estaba por cumplir 30 años y disfrutaba ser una mujer soltera. Trabajaba con compromiso y pasión como misionera entre los estudiantes universitarios. Me sentía plena y agradecida con Jesús por la obra que estaba haciendo en mí. Sin embargo, amigos y familia solían acercarse con una pregunta: ¿Cuándo te vas a casar?
Esa cuestión daba vueltas en mi cabeza. Entonces empecé una amistad estrecha con un chico. Salíamos a correr y platicábamos bastante, cada vez de manera más y más profunda. En realidad, no estaba buscando una relación de pareja en ese momento, pero nos enamoramos.
En febrero de 2018, nos hicimos novios y pensamos en casarnos rápido. Yo sonreía como nunca antes. Seis meses más tarde, él me pidió matrimonio, ¡disfruté mucho ese momento! Amigos y familia compartieron la alegría que invadía mi corazón. Pensé: “¡Dios tiene su tiempo!”. Todo era mejor de lo que había imaginado.
Unos meses después del compromiso la relación cambió por completo; el distanciamiento, la indiferencia y la falta de comunicación se hicieron presentes. Mi corazón empezó a experimentar emociones que no conocía: tristeza, frustración y angustia. No podía contener las lágrimas por las noches encerrada en mi habitación.
Pasamos días sin vernos, hasta que un viernes, me marcó. En esa conversación él me expresó que ya no se sentía seguro de continuar la relación. Mi corazón se rompió. No podía parar de llorar y de preguntar: ¿Por qué?
Me quité el anillo de la mano y se lo entregué.
Durante los siguientes meses me invadió un dolor profundo. Me enojé con Dios, con mi exprometido y conmigo misma. Le hice muchas preguntas al Señor, pasé meses llorando y tratando de entender por qué había sucedido esto en mi vida. Era como si me hubieran jugado una mala broma. Sentí que Dios me había olvidado, empecé a quejarme y a victimizarme, mientras la amargura comenzaba a instalarse en mi corazón.
Pasó el tiempo y un día una mujer desconocida tocó a mi puerta. Al abrir, me dijo que tenía un mensaje para mí. Sorprendida la escuché leer Colosenses 3:13: “De modo que se toleren unos a otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes”. Luego dijo algo así: “Te invito a practicar el perdón, eso te hará bien”, y se fue. Entendí que era Dios mismo hablándome. Las lágrimas bañaron mis mejillas. ¡Ni siquiera supe su nombre!
Ese día, decidí iniciar el camino del perdón. Fue duro perdonar a quien me lastimó, en especial porque me había ilusionado demasiado. Empecé a orar por él. Tomé terapia con una psicóloga, para estar acompañada en este proceso. Reconocí que Dios había estado cerca de mí todo el tiempo. Él estaba cuidándome y sus planes eran mejores. Así que me rendí ante Dios y Él usó diferentes medios para animarme en este proceso: pasajes de la escritura, personas y canciones.
Perdonar no ha sido fácil, pero es el mejor camino hacia la libertad y la verdadera vida. He entendido que el matrimonio no es la meta. Era imposible transitar por este proceso sola, pero Dios me ayudó. Él transformó mi corazón de piedra por un corazón de carne alineado a sus propósitos.
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