Dios, si en verdad existes...

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Descubre con esta jovencita la respuesta

Por Alejandra Ortega Jiménez

Tenía unos 6 años. Era la década de los ochenta, del rock punk, rock pop y rock metal. Mi hermano Juan José y yo vivíamos con mi tía materna y su familia en Los Ángeles, California.

Ese día, mi mamá había llegado de visita y como todos los años en Miércoles de Ceniza, asistimos a la feria de la iglesia católica cerca de la casa. Al igual que cada año, colocaron los mismos juegos mecánicos destartalados. 

Recuerdo el tumulto de personas y las enormes filas para subirse a los juegos. Los adultos decidieron dejar a mi hermano y a mi primo Mike en la fila para la rueda de la fortuna (el juego menos dañado), mientras que los demás nos formábamos para recibir la ceniza en la frente. 

A mí me llevaron con ellos para evitar que me extraviara. Entre tanto empujón, por fin llegamos frente al sacerdote. En ese instante escuchamos ruidos raros y gritos abrumadores. 

La rueda de la fortuna se había parado y comenzado a girar con rapidez en sentido contrario para por fin detenerse de nuevo abruptamente. Alcanzamos a escuchar que dos niños salieron volando. Solo sentí el tirón desesperado de mi madre que me jaló para correr hasta el sitio donde habíamos dejado a mi hermano y mi primo. 

Yo le suplicaba a Dios que no fuera mi hermano Juan, que no me dejara sola en este mundo de incertidumbre. Ya había perdido contacto con mi padre, a quien no era fácil ver por los pleitos de custodia, y ahora, ¿qué haría sin mi hermano?

Dios, en su infinita misericordia, permitió que Juan y Mike salieran ilesos, aunque con el trauma de lo que presenciaron. Nos platicaron que los dos niños que resultaron heridos se habían metido en la fila en frente de ellos. Aunque le reclamaron a los encargados de la rueda, a estos no les importó y los dejaron subirse antes. 

Cuando la rueda de la fortuna enloqueció, uno de ellos cayó a una distancia muy corta de Juan y Mike. A mi hermano le impactó a tal grado, que no se volvió a subir a ningún juego mecánico, hasta hace un par de años.

Esa noche, mientras todos cenaban, a solas en la habitación donde dormía con mis primas me arrodillé y oré: «Dios, si en verdad existes, sé que me vas a escuchar. ¡Gracias! Gracias por dejar a mi hermano vivir y porque no le pasó nada malo. Dios, si en verdad existes, como mucha gente dice, por favor, sácanos de este lugar y llévanos a vivir con mi papi. Lo extraño mucho».

Al poco tiempo, mi padre ganó la patria potestad de nosotros en Estados Unidos, por lo que mi madre nos regresó a México. Aquí se inició otro juicio, mismo que mi papá iba perdiendo. Por fin lo citaron para que firmara la notificación de haber perdido por completo la custodia. 

Ese día nuestras vidas comenzaron a dar giros inesperados. El terremoto del 19 de septiembre de 1985 estremeció a la Ciudad de México, que se vio rodeada de escombros, polvo y caos. Evidentemente mi padre no alcanzó a llegar a su cita. El edificio en donde se llevaba a cabo el juicio y donde tenían todos nuestros archivos se derrumbó.

Al año siguiente nos mudamos con mi padre y su esposa Laura, quienes ya asistían a una iglesia cristiana. Aún recuerdo el primer versículo que memoricé en la escuela dominical infantil y que me sigue acompañando hasta este día: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:8). 

No fue fácil, pero ahora tenía un techo sobre mi cabeza, la deliciosa comida que preparaba Laura, la protección y el cariño de mi padre, la compañía de mi hermano y la mejor bendición: la certeza de que Dios, quien todo este tiempo estuvo cuidándome, ¡sí existe!


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