La oración, la mejor opción

En la escuela los maestros y los compañeros dicen cosas que me hacen preguntarme si Dios es tan real como ustedes creen

Por Ester Martínez Rico  

Nuestra hija adolescente Ronda estaba preocupada, y quisimos ayudarla a compartir su problema con nosotros. “Es que me cuesta expresar en palabras lo que siento”, nos confió. “Pero es un problema en cuanto a Dios. A veces no sé si realmente creo en Él o no”. 

 “Bueno, no debes dudar en cuanto a eso”, le aseguré. “Definitivamente eres una niña diferente desde que aceptaste al Señor como tu Salvador personal”. 

“Pero a veces entran pensamientos...” persistió. “En la escuela los maestros y los compañeros dicen cosas que me hacen preguntarme si Dios es tan real como ustedes creen. Y luego me doy cuenta de que es un pecado pensar así, y me siento toda enredada”. 

“Bien”, le dije, pidiendo que el Señor me ayudara con las palabras adecuadas, “creo que si oras muy sinceramente y pides que Dios te demuestre que es real, te responderá. Quizá no en el momento en que esperas, pero vendrá el tiempo cuando desaparecerán todas tus dudas”. 

Con su habitual dulzura, ella aceptó mis palabras y no volvimos a discutir el asunto. Tanto su papá como yo habíamos procurado muchas veces, mostrar distintas pruebas de la existencia de Dios, y la realidad de su poder en nuestras vidas, pero sabíamos que podría ser una larga lucha para que cada uno de nuestros hijos se apropiara de aquellas grandes verdades. Nuestros mejores esfuerzos no serían suficientes. Dios mismo tendría que revelarse a cada uno. 

Dos o tres semanas después, Ronda despertó para descubrir que uno de sus tenis estaba perdido. Le urgía llevar ese preciso zapato a la escuela ese día, pero nadie lo pudo hallar. Se acabó el tiempo y ella no tuvo alternativa; fue a clases con zapatos normales, lo que significaría una calificación más baja en deportes. Nos imaginamos que nuestra perrita había escondido el zapato en algún rincón, pero ¿cuál? 

Aquella mañana me dediqué a limpiar bien todos los cuartos de arriba, manteniendo un ojo abierto por el zapato perdido. Pero cuando Ronda regresó por la tarde tuve que confesar que no había aparecido.  

Le recomendé buscar por toda la casa nuevamente, en especial debajo de todos los muebles. Nada “Si no lo llevo mañana”, lloraba, “la maestra realmente se disgustará conmigo. ¿Dónde puede estar?”. 

“Lo siento”, le dije. “Tiene que estar en alguna parte. Aparecerá. Esperemos que tu maestra tenga paciencia”. 

Aquella noche cuando se iba a acostar, su papá subió para orar con ella. En medio de sus peticiones acostumbradas, Ronda oró con un poco de pena que el Señor le ayudara a hallar el zapato, pensando que a lo mejor no era correcto molestar a Dios con una petición así.

Al terminar la oración, su papá le dio un beso rápido y dijo: “Ya sé donde está el zapato. Espera un momento y te lo entregaré”. 

Bajó la escalera y sacó el objeto desde su escondite debajo de una mesita.

Durante la oración de Ronda, Dios le había dado una imagen fotográfica del tenis en su mente. Fue una respuesta indudable e indiscutible, a la oración de una adolescente. Después al comentar todo el asunto, ella se dio cuenta de que ya no podía dudar de la existencia de Dios ni de su amor por ella personalmente. ¡El haber hallado el zapato proveyó la respuesta a sus dos problemas! 

Dos meses antes habíamos tenido una experiencia parecida. Necesitábamos hacer un viaje fuera de México que requería de pasaportes para cada uno de los hijos. Pero una situación tensa amenazaba arruinar todo el proyecto. ¡No encontramos un documento esencial en cuanto al nacimiento del hijo más pequeño!  

No estaba en el lugar acostumbrado con los papeles importantes, ni en medio del montón encima de mi escritorio, ni arriba de la cómoda. Si se hallaba en algún archivero, ¿dónde estaría en medio de once cajones apretados de materiales? 

Durante casi toda la mañana busqué desesperadamente, examinando los mismos papeles vez tras vez, murmurando “Señor, ayúdame, por favor”. Nada. Finalmente mi esposo se dio por vencido y juntó los documentos que teníamos, sabiendo que no serían suficientes.  

Me di cuenta de que batallaba para no perder la paciencia, mientras yo me castigaba a mí misma por haber resultado una persona tan desorganizada y poco eficiente. 

Aquella tarde y noche no mencionamos el problema. Pero antes de dormirnos, mientras orábamos, él recordó al Señor que era urgente encontrar aquel papel. Al instante supe dónde estaba. Tuve que resistir la tentación de interrumpir el resto de la plegaria, y cuando por fin él dijo “Amén”, empecé a bajar la escalera. 

“¿Qué te pasa?” me demandó.

“Nada”, le dije, “solo que voy a traerte aquel famoso documento. Ya sé exactamente dónde está. Dios me lo reveló cuando tú se lo pediste”. En un minuto tenía el archivo correcto en mi mano. 

Me acuerdo también de una experiencia en la Iglesia. Asistía a una reunión de oración donde discutíamos la necesidad de vender una propiedad, para poder seguir adelante en un proyecto de construcción. Durante meses habíamos hecho contacto con muchos grupos acerca de la venta, sin resultados. Sentimos que el Señor no nos estaba guiando. 

Varios oraron aquella noche por el problema, necesitábamos que Dios nos diera al comprador adecuado. De repente me vino una idea que parecía quemar un hoyo en mi cerebro. Hasta ahora no habíamos puesto por escrito todos los detalles para compartirlos con los líderes posiblemente interesados en nuestra oferta. Todos los acercamientos habían sido hechos verbalmente y por lo tanto, eran un tanto vagos. 

Sentí que la idea era una respuesta directa de Dios. Tuve que tener mucha paciencia para esperar hasta que todos hubieran orado, antes de compartirla con los demás. Me la aceptaron.  

¿Produjo resultados la carta? Dentro de poco tiempo, llegaron varias ofertas para comprar la propiedad y se resolvió el asunto. Dadas las circunstancias en cuanto a cómo me llegó la idea, no dudaba que era una respuesta divina.  

Algo notable en los tres casos aquí compartidos, es que siempre eran dos o más personas orando cuando el Señor contestaba. ¿Qué fue lo que enseñó Jesús en Mateo 18:19-20? “Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.  

Es tremendo experimentar la realidad de tales promesas de lo Alto. Cualquier persona que está en peligro de tropezar en medio de dudas o dificultades, ya sea en la vida espiritual o la vida práctica, como lo he descrito aquí, puede confiar en la realidad de la promesa del Salvador. ¡Nada más es cosa de ponerlo a prueba!

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