Mi esposo no habla conmigo

Foto por Andrea Hernández

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Un día en que estaba muy molesta porque mi esposo no era capaz de cubrir esa necesidad Dios me habló muy fuerte

Por Samar Dutré

—¿Qué vas a hacer con ese muchacho tan serio? —inquirió mi abuelita cuando supo que me iba a casar.

En ese momento no le di importancia a su comentario. Estaba súper enamorada y todo era maravilloso. Él era una persona muy reservada, pero conmigo platicaba y oraba, eso era suficiente.

Al paso de los años, nuestros estilos tan distintos de ser me empezaron a causar molestia y a provocar un vacío. Yo estaba acostumbrada a pasar el día conversando con mis amigas y con mi familia. La sobremesa en casa se extendía hasta una hora.

En mi nueva vida de ama de casa estaba mucho tiempo sola y cuando él llegaba a casa no compartía nada. Su respuesta a la pregunta: “¿Cómo estuvo tu día?” Era un simple: “Bien”.

En ese tiempo no sabía que los hombres son directos. No les interesan los detalles, les gusta ir al punto. Y yo quería que escuchara mi relato con todos los detalles. Era como un sueño imposible.

Así que, ese deseo de que mi esposo se tomara el tiempo para escucharme y retroalimentarme, se volvió un profundo anhelo.

A veces me sucedía que empezaba a relatarle algo que tenía en mi corazón y a media conversación se levantaba y no regresaba. Lo más interesante era que realmente no se había dado cuenta de la importancia que para mí tenía lo que le estaba compartiendo. Así que aprendí a detectar el momento en que “lo había perdido” y dejaba de hablar. Del otro lado ya no había nadie que escuchara.

Primero me enojaba y le reclamaba. Después descubrí que no lo hacía con maldad. Pero como yo seguía deseando su atención a “mis profundos pensamientos”, como forma de desquite, decidí no decirle nada de mí. Para mi sorpresa, no pasó nada. Él ni se dio cuenta.

Así que por unos meses dejaba de intentar alguna estrategia. Pero cuando regresaba mi deseo, volvía a causar molestia en mi alma. Entonces, ante mi frustración me refugié en la televisión.

Un día en que estaba muy molesta porque mi esposo no era capaz de cubrir esa necesidad, Dios me habló muy fuerte.

Me hizo ver que, por mi insistencia en que mi esposo fuera lo que yo quería, estaba dejando de agradecer por lo que sí era. Era un hombre que amaba profundamente a Dios. Había sido fiel a mí todos nuestros años de matrimonio. Siempre había sido un buen padre y proveedor. Respetuoso, tierno, protector, servicial, comprensivo, trabajador, creativo, talentoso, ingenioso, colaborador, decente, guapo, con sentido del humor, inteligente, prudente y buen administrador.

Con su forma de mostrar amor a través del servicio, cada día me decía: “Te amo”.

Dios me reveló que esa necesidad mía se había convertido en mi dios. Era tan relevante para mí, que no estaba valorando todo lo que mi precioso esposo era y hacía.

También me recordó que mi esposo era un simple mortal, igual que yo. Nunca podría cubrir todas mis necesidades, el único que podía hacerlo era Dios. A Él le interesaba todo lo que tenía que decir, lo que sentía y anhelaba. Era a Él a quien debía recurrir.

En un instante fue como si se aclarara mi mente. Y me sentí como Ana, la madre de Samuel, cuando se derramó delante de Dios respecto a su deseo de ser madre. El texto dice que nunca volvió a estar triste.

Así que fui con mis dos amados (Dios y mi esposo) y les pedí perdón. Anhelo nunca olvidar esta lección y aplicarla a cada detalle de mi relación de matrimonio.


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