Grandes mujeres de la fe: Mónica de Hipona
Agustín, su hijo más prometedor, había recibido la mejor educación, pero se desvió en la pubertad
Por Keila Ochoa Harris
Mónica nació en el año 331 en el norte de África. Creció en una familia moderadamente rica, y una sierva anciana, quien había cuidado al padre de Mónica de bebé, se encargó de su educación cristiana. Su hijo Agustín escribió de esta nana: “Las cuidaba (a Mónica y a sus hermanas) con gran diligencia y usaba, para corregirlas cuando era menester, una celosa y santa severidad y, para formarlas, una discreta prudencia”.
También contó que Mónica, a quien sus padres enviaban por el vino a la cava, comenzó a aficionarse por la bebida. De sorbo en sorbo fue cayendo en aquel hábito, hasta ser descubierta por una sirvienta que la llamó “borrachina”. Tanto le dolió el apelativo, que Mónica comprendió su defecto y lo corrigió de inmediato.
Mónica fue educada en pudor y templanza, pero su constante búsqueda de Dios le brindó el carácter que Agustín alabó. Cuando llegó el tiempo de casarla, sus padres se la dieron a Patricio, quien no era cristiano. Durante muchos años Mónica trató de ganarlo para el Señor y procuraba comportarse piadosamente, para que según las indicaciones de 1a Pedro capítulo 3, su esposo se convirtiera.
Mónica creía que al casarse ahora era la sierva de su marido y lo trataba con tal cariño que propició la antipatía de muchas criadas y personas que conocían el temperamento agresivo de Patricio. Pero se ganó el respeto de su suegra. Agustín dice que “fue desarmada por sus atenciones y su perseverancia en la paciencia y en la dulzura”.
En obediencia al Sermón del Monte, Mónica se volvió una pacificadora entre personas en discordia, nunca regresando mal por mal, ni expresando odio por otro ser humano. También apoyaba a los ministros que enseñaban y pastoreaban la Iglesia.
Aunque era esposa de un pagano, oraba para que toda su familia se acercara a Dios. Trató de educar a sus hijos en el camino de la fe, doliéndose cuando estos se desviaban.
Agustín, su hijo más prometedor, había recibido la mejor educación que Patricio le había podido ofrecer. Pero él se desvió, principalmente en la pubertad, aunque recordó: “¿Y de quién eran sino tuyas aquellas palabras que, por medio de mi madre, tu fiel sierva, hiciste resonar en mis oídos? Quería ella, y guardo en secreto el recuerdo de la advertencia que con inmensa solicitud me hiciera, que no fornicase y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie”.
Pero Agustín no guardó el consejo, sino que vivió con una mujer que no era su esposa y tuvo un hijo con ella. En sus Confesiones, Agustín censura la actitud de su madre quien no detuvo sus malos caminos y tampoco procuró casarlo con aquella mujer o encontrarle esposa.
Quizá Mónica cometió un error y se dejó convencer de que la educación formal aseguraría el futuro de su hijo, cuando solo logró desviar sus ojos de la cruz, pero no se rindió, sino que siguió orando por él y su familia, y según cuenta Agustín, Dios la consoló en sus aflicciones por medio de un sueño donde vio a Agustín a su lado sobre una regla.
Tiempo después, su esposo Patricio murió, no sin antes convertirse al cristianismo, lo que alegró a Mónica en extremo. Como viuda, siguió a su hijo Agustín a Milán, donde Agustín se hizo amigo de Ambrosio, quien eventualmente lo conduciría a la fe. Pero mientras esto ocurría, Mónica se dedicó a las obras de caridad que acostumbraba y a continuar intercediendo por su hijo.
Agustín tendría unos treinta y dos años cuando finalmente se rindió a Cristo. Describe la escena: “Entramos a ver a mi madre y le informamos... Ella saltó de júbilo y triunfo y te bendecía a ti que tienes poder para llevar a cabo más de lo que pedimos y podemos comprender, pues veía que le habías concedido en mí mucho más de lo que ella en sus plegarias habituales te pedía con lágrimas y gemidos lastimeros”.
A los treinta y tres años de Agustín, y cincuenta y seis de Mónica, ella enfermó. Le dijo en su lecho de dolor:
“Hijo, por lo que a mí respecta, ninguna cosa me deleita ya en esta vida. ¿Qué voy a hacer acá abajo todavía? Una sola cosa había por la que deseaba quedarme algún tiempo en esta vida: verte cristiano antes de morir. Dios me lo ha concedido más que colmadamente, ya que has llegado a despreciar la felicidad terrena y te veo siervo suyo”.
Mónica murió, pero la vida del ministro apenas comenzaba. Agustín aún pasaría por la vida monástica, el obispado de Hipona y sus cientos de escritos que han consolado y edificado a la Iglesia durante siglos. Pero nunca olvidó la influencia que su madre ejerció en él.
Seamos una influencia positiva en nuestras familias y no menospreciamos a nuestros padres, sean siervos consagrados como Mónica o personas indiferentes como Patricio, pues son regalo de Dios.
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