Perpetua, mártir de la fe
Perpetua, a los veintidos años fue detenida en Cártago, Norte de África, por ser cristiana
Por Keila Ochoa Harris
¿Sabías que muchas personas han muerto por el amor más sublime y duradero que existe? Muchas han dado su vida con un nombre en sus labios: Cristo. Él ya murió por amor a favor de nosotros. Ha dado la muestra más grande de interés y cariño pues lo hizo aun cuando nosotros no le correspondíamos. ¿Has aceptado su amor? Si no, estás despreciando el romance más maravilloso de esta vida. Por otra parte, si ya eres suyo, ¿darías tu vida por Él?
Perpetua sí lo hizo. A los veintidós años fue detenida en Cártago, Norte de África, por ser cristiana. Ella y otros nuevos creyentes, incluido su maestro Saturas, acabaron en prisión. Corría el tercer siglo de nuestra era, y aunque el cristianismo en cierto sentido era “nuevo”, Perpetua estuvo dispuesta a morir por su Señor.
Perpetua parecía tenerlo todo: sangre azul, riquezas, una buena familia, juventud y belleza. Pero nada (ni siquiera su recién nacido) le pareció suficiente para forzarla a negar su fe. No se menciona nada sobre su esposo, pero sí sobre su padre, quien en más de una ocasión le rogó que recapacitara. Ella optó por la cárcel y, durante su encierro, escribió un conmovedor diario que la convirtió en la primera escritora cristiana. En dichas páginas narra sus experiencias, como la ocasión en que su padre la visitó y ella le mostró un jarrón en el suelo.
“Padre, ¿puede ver esta vasija?” Él contestó afirmativamente. “¿Puede llamarse de otro modo que lo que es?” Él respondió: “No, es una vasija”. “De esa misma manera, yo no puedo llamarme salvo lo que soy, una cristiana”.
Al concedérsele el permiso de tener a su hijo con ella, escribió: “De inmediato me compuse y mi carga se aligeró por el cuidado de mi hijo; y súbitamente la prisión se convirtió en un palacio para mí, así que prefiero estar aquí que en cualquier otro lugar del mundo”.
El día de su juicio, su padre sostenía en sus brazos al recién nacido. “Ten piedad de tu hijo”, le suplicó.
El juez le dijo: “Considera los cabellos blancos de tu padre y considera los tiernos años de tu hijo. Ofrece un sacrificio por el bienestar del Emperador”. Ella no accedió, por lo que se le condenó a las fieras junto con los otros, entre ellos, Felícitas, su esclava personal.
El día antes de su ejecución Dios le concedió una visión. El diácono Pomponius, con túnica blanca y extraños zapatos, le susurraba: “Perpetua, te estamos esperando. Ven”. Ella redactó en su diario: “Hasta aquí he escrito, ahora espero el día de los juegos. De los juegos, alguien más deberá escribir”.
Sí hubo quien plasmara sobre el papel sus últimas horas. Los mártires salieron al anfiteatro con rostros brillantes. Dos de los hombres fueron atacados por un leopardo, luego destrozados por un oso. Perpetua y Felícitas se enfrentaron a un toro que tumbó a Felícitas, luego lanzó a Perpetua por el aire. Su túnica se rasgó, pero ella se cubrió con modestia y se colocó de nuevo el broche de cabello, dirigiéndose al lado de su amiga para levantarla del suelo. El toro rehusó atacarlas otra vez, así que las retiraron de la arena.
Como habían quedado con vida, las reservaron para los gladiadores. A Perpetua le asignaron un joven gladiador quien la hirió varias veces entre las costillas, pero no la mató. Ella tuvo que guiar la mano vacilante de su verdugo hacia su garganta para así morir.
Estas dos jóvenes se convirtieron en heroínas de la cristiandad, tanto así, que San Agustín, dos siglos después, señaló la importancia de sus nombres, Perpetua y Felícitas, que significan juntos “felicidad eterna”.
La fe de Perpetua se refleja en sus últimas palabras a su familia: “No sientan vergüenza por mi muerte. Creo que es el mayor honor de mi vida, y le doy gracias a Dios por haberme llamado a morir por su nombre y por su causa”.
¡Qué historia de amor más fascinante! Muchas queremos ver al hombre que amamos desafiar al dragón o escalar una torre para demostrarnos su pasión, pero en la historia del alma, Cristo ya se ofreció por nosotras. Y este amor perfecto se caracteriza por una expectación de reciprocidad.
El Señor Jesús busca personas dispuestas a darlo todo por amor. Él aguarda con paciencia a que nuestros corazones se despojen de la atracción por los bienes materiales, la preocupación por el qué dirán y el dominio de nuestro orgulloso “yo”.
Qué gran ejemplo el de Perpetua quien vivió en carne propia la frase de otro gran mártir, Jim Elliot, quien dijo: “No es un tonto aquel que da lo que no puede retener, con tal de ganar lo que no puede perder”.
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