El fuego no se apaga con fuego

Foto por Anna Catherine McGraw

Si me herían, yo también hería y el odio crecía

Por Nirvana G. Virgilio 

Hace unos años, tenía a la que yo consideraba mi mejor amiga. Mi madre me había advertido sobre ella:

—Esa mujer no es tu amiga. Cuando te volteas te mira con envidia y odio.

Yo, claro, como toda hija, no le hice caso y pensé que estaba exagerando. Pero con el tiempo me di cuenta de que cuando yo le contaba algo malo que me ocurría, ella se alegraba, hacía correr chismes sobre mí en nuestro centro de trabajo y si ella estaba con otras compañeras me trataba con desprecio. 

No comprendía por qué se portaba así conmigo, ya que yo la quería como a la hermana que nunca tuve. Me gozaba con sus alegrías, me gustaba ser compartida con ella, le prestaba ropa, joyas y mucho más.

Cuando alguien nos lastima, nuestra primera reacción es querer vengarnos. Se nos enseña que debemos hacerles pagar y que eso es lo justo. 

Sin duda, vivimos en un mundo en donde reina el pecado. Siempre habrá padres que no nos amen como anhelamos, amigas que nos traicionen, chicos que sean coquetos con nosotras pero no quieran nada serio y compañeros de trabajo de los que tengamos que cuidarnos.

Sin embargo, nosotros también tendemos a hacer el mal y contribuimos a generar un ciclo interminable de quebranto y dolor. Decía el apóstol Pablo: «Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo» (Romanos 7:18). 

Antes de conocer a Jesucristo y tenerlo en mi vida, yo actuaba así, pero el dolor no menguaba. Al contrario, se hacía más grande. Si me herían, yo también hería y el odio crecía. 

Cuando conocí a Jesucristo, quien por amor a nosotros fue crucificado y mientras moría, en lugar de ofrecernos odio y venganza nos dio su perdón, comprendí que debía seguir su ejemplo.

No estoy sugiriendo que permitamos que otros nos sigan maltratando. Más bien, por amor a Dios, a la otra persona y a nosotros mismos, tomemos las medidas necesarias para poner límites que nos protejan, pero perdonemos en lugar de odiar. 

Imitemos a Cristo y dejemos a un lado la venganza. El fuego no se apaga con fuego, así como el odio no se apaga con más odio. Vivamos en el amor de Dios.


Tal vez también te interese leer:

El diluvio que sobreviví     (Una experiencia entre la vida y la muerte)

Dios es más grande que un gigante    (Descubre por qué se hizo esta aseveración)

Mi niño se fue    (El dolor y el propósito)

La niña del vestido blanco   (Una historia con la emperatriz Carlota)

Gracias a Dios por mi silla de ruedas   (Una historia de rendición)

Mi encuentro personal con el Dios de milagros   (Encuéntrate con este Dios)

Una buena acción   (Oportunidades que hay que tomar)

Venciendo el temor    (¿En quién confiamos y a quién recurrimos cuando tenemos miedo?)

Secuestrada en África    (La vida de una misionera en problemas y cómo fue rescatada)

El propósito de mi vida  (La vida de una pastora)

Anterior
Anterior

Cuando la disciplina no cuaja

Siguiente
Siguiente

El agua es vida y salud