El fuego no se apaga con fuego
Si me herían, yo también hería y el odio crecía
Por Nirvana G. Virgilio
Mi madre me había advertido sobre la que yo consideraba mi mejor amiga:
—Esa mujer no es tu amiga. Cuando te volteas te mira con envidia y odio.
Yo, claro, como toda hija que piensa que sabe más que sus padres, no le hice caso y pensé que estaba exagerando.
Con el tiempo me di cuenta de que mi mamá tenía razón. Me empecé a percatar que cuando yo le contaba algo malo que me ocurría, ella se alegraba, hacía correr chismes sobre mí en nuestro centro de trabajo y si ella estaba con otras compañeras me trataba con desprecio.
No comprendía por qué se portaba así conmigo, ya que yo la quería como la hermana que nunca tuve. Me sentía muy herida y mi primera reacción fue un deseo de venganza. La voz del enojo nos dice que lo justo es hacerles pagar.
Antes de conocer a Jesucristo, yo actuaba así, pero el dolor no menguaba. Al contrario, se hacía más grande. Si me herían, yo también hería, y el odio crecía.
Es cierto que vivimos en un mundo en donde reina el pecado. Siempre habrá padres que no nos amen como anhelamos, amigas que nos traicionen, chicos que sean coquetos pero no quieren nada serio y compañeros de trabajo de los que tengamos que cuidarnos.
Ante esto, debemos reconocer que no sólo los demás son los villanos; en nuestra naturaleza humana nosotros también tendemos a hacer lo malo y contribuimos a generar un ciclo interminable de quebranto y dolor. ¿Cómo mantener nuestro corazón libre del odio y el resentimiento?
El ejemplo de Jesucristo es impactante. Él fue crucificado por amor a nosotros, para pagar nuestra deuda de pecado, y tras su muerte y resurrección, en lugar de odiarnos y tomar venganza, nos ofreció su perdón.
Por amor a Dios, a los demás y a nosotros mismos perdonemos en lugar de odiar. Imitemos a Cristo y dejemos a un lado la venganza. El fuego no se apaga con fuego, así como el odio no se apaga con más odio. Vivamos en la libertad del amor de Dios.
Si me herían, yo también hería y el odio crecía