El control del enojo
Tres pasos necesarios
Por Sara Trejo de Hernández
«Esta niña le va a dar muchos dolores de cabeza con su mal genio», escuché que una vecina le dijo una vez a mi abuelita.
Tenía mucha razón, pero haberlo escuchado no me cambió. Fue hasta que conocí a Jesús como Salvador que Él transformó mi manera de actuar. El proceso fue largo y a veces doloroso, pero Él lo hizo. Y a través de esta experiencia aprendí algunas cosas que quisiera compartir con mis lectores.
En primer lugar
El enojo es un sentimiento que Dios nos dio y tiene un propósito. Sería terrible que ante las injusticias, la deshonestidad, la impunidad, la mentira y el pecado en general, permaneciéramos inconmovibles.
Cuando Dios creó al hombre y a la mujer, los hizo a su imagen conforme a su semejanza, diciendo que eran buenos en gran manera. La totalidad del ser: mente, cuerpo, alma, son inseparables. Los pensamientos y las emociones son precursores de acciones y palabras. Estamos tan entrelazados que los estudiosos de la salud dicen que algunas enfermedades tienen su origen en la angustia, el estrés o el rencor.
En segundo lugar
El enojo es un sentimiento propio de todos los seres humanos. No podemos depositar la responsabilidad de esta emoción en otra persona. La expresión: «Tú me haces enojar» no es exacta. Nadie me obliga a esto si yo no lo permito.
El gran caudillo Moisés en una ocasión se enfadó y golpeó la roca para que saliera agua, aunque Dios le había ordenado hablarle a la roca, no más. Moisés trató de poner la responsabilidad de lo que hizo en el pueblo diciéndo: Por culpa de ustedes, el Señor se enojó conmigo y me dijo: “Tampoco tú entrarás en esa tierra”». Pero en tres momentos Dios le repitió que la culpa no era del pueblo, sino que Aarón y él lo habían desobedecido y deshonrado delante de todo Israel.
Los motivos por los que actuamos impulsivamente no son el problema, ni tampoco las otras personas.
En tercer lugar
El enojo no debe ser pretexto para herir a otros. En el caso de Moisés, Dios jamás mencionó al pueblo cuando le profetizó que no entraría en la tierra prometida. En el caso de Caín, Dios lo enfrentó después de que él y su hermano Abel entregaton sus ofrendas diciendo: «Por qué te enojas y pones tan mala cara… El pecado está esperando el momento de dominarte. Sin embargo, tú puedes dominarlo a él». Caín no quiso entender y depositó su ira en Abel al matarlo.
La emoción del enojo puede convertirse en un pecado. ¿Qué se puede hacer para evitarlo?
El primer paso
Reconocer cuando nos sentimos molestos por algo. Es clásico ver a una persona con el seño fruncido, pero al preguntarle: «¿Estás enojada?». Contesta de mala gana: «No, no estoy enojada». Casi le vemos salir humo, pero insiste en que no tiene nada.
Allí fue donde se inició todo con Caín. Todavía no había pecado cuando Dios habló con él, Si hubiera reconocido el proceso que había comenzado, podría haberlo detenido, pero no lo hizo.
Si creemos que el enojo es malo o sabemos que somos incapaces de dominarlo, lo que hacemos es pretender ocultarlo actuando como si no existiera, pero al ir acumulando molestia tras molestia por fin se estalla colericamente y sin control.
Otros practican una forma silenciosa de furia encubierta. Así se toma la venganza, el desquite o la ironía.
Cuando no se tiene claro el problema, es complicado dejar de tener este tipo de respuesta. Caín fue presa de esto y los resultados fueron fatales.
El segundo paso
Lo que otros nos dicen o hacen se conecta con nuestros temores, valores, inseguridades, historia o ego, provocando una reacción inconsciente. Por eso es necesario meditar en lo que activó nuestro enojo. La ira es como la leche sobre el fuego, se derrama si no se apaga a tiempo. Si volvemos a encender el fuego, volverá a derramarse. Por eso es importante reconocer qué produce la ira en cada ocasión. Si no es posible retirarnos del lugar o apartarnos de las personas, lo más oportuno es guardar silencio.
El tercer paso
Resolver la situación. Como dijo el apóstol Pablo, no debe ponerse el sol sobre nuestro enojo. No sólo quiere decir que se deje de sentir la incomodidad antes de que se acabe el día, sino que corrijamos el problema.
¿Qué podemos hacer? Quizá aclarar alguna situación, pedir perdón o perdonar a alguien. Las recomendaciones de las Sagradas Escrituras siempre son sabias y para nuestro bien.
Cuando los sentimientos no cumplen con el propósito con el que Dios los creó, se convierten en piedras de tropiezo o en pecado. Lo mismo le sucede al enojo. Podemos usarlo para luchar por los derechos humanos, para tener relaciones sanas, para madurar y crecer o para amargarnos y herir a los que amamos.
Quizá suena fácil la teoría, la realidad es que a pesar de conocer las respuesta, al enfrentar las reacciones del enojo, no siempre salimos vencedores. ¿Qué debemos hacer si sabemos que cojeamos de ese pie? Lo mejor es ir a Aquel que nos creó y que puede transformarnos.
En lo personal descubrí que Él quería que fuera consciente de esta debilidad. Después de luchar con mis propias fuerzas para solucionar mi problema, al fin me rendí frente a mi Señor. Le pedí que me cambiara y entonces hubo un cambio en mí.
El enojo sigue siendo parte de mi vida, pero tengo más cuidado y ya no me domina. Lo mantengo en el lugar correcto, vigilándolo de cerca para que no se subleve cuando me descuido. En cuanto veo que se quiere salir del redil, de nuevo corro para pedir la ayuda de mi Señor.
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