Una carga que nadie debería llevar
Reconocí que los hijos no deberían ser el paño de lágrimas de los mayores
Por Sara Trejo de Hernández
Esa mañana como muchas otras, mi mamá recogía la ropa de papá. Cuando observó una camisa, dijo: “De nuevo estuvo con esa mujer. Mira, trae lápiz de labios en el cuello”.
Yo me sentí tan furiosa e impotente como ella, pero ¿qué podía hacer una pequeña de cinco años? El problema entre mis padres se convirtió en asunto mío. Me sentía llena de incertidumbre al pensar en el futuro de mi familia, angustiada por las reacciones de mi padre hacia mi madre y muy insegura porque aquellos de quienes necesitaba apoyo y sostén, no estaban para dármelo. Estaba sola.
Sin pasar mucho tiempo mis padres se divorciaron. Mi corazón se hinchaba de rencor, tristeza, desilusión y culpa. Como yo era la hija mayor, la confidente de mi madre, su amiga, sentía que tenía que ayudar y protegerla y a mi hermanita. Pensaba que yo era más fuerte que mi mamá para soportar esta situación, pero realmente era una carga que no debía llevar.
En Proverbios 19:14, Dios dice: “La casa y las riquezas son herencia de los padres”. En la familia los que vigilan por la seguridad y la provisión, deben ser los padres, no los hijos.
A mis dieciocho años conocí a Jesús como mi Salvador y muchas cosas cambiaron en mi vida. En una ocasión una amiga me compartió que cuando se enojaba con su esposo tendía a refugiarse en sus hijos y sabía que no era lo correcto. En esa época yo no me había casado aún, pero el comentario de mi amiga me recordó la situación con mi mamá y reflexioné al respecto.
Decidí que cuando tuviera mis propios hijos, no iba a hacerlos partícipes de los problemas con mi esposo. Porque reconocí que los hijos no deberían ser el paño de lágrimas de los mayores.
El Señor Jesús ha sido muy fiel conmigo. Me dio un esposo maravilloso, pero como no somos perfectos solemos repetir los patrones que aprendimos en la infancia.
En una ocasión hablaba con mi hijo menor y mencioné: “¡Tan lindo mi esposo que me trajo naranjas!”.
Me interrumpió y me dijo: “Cuando estás contenta con mi papá lo llamas ¡Mi esposo! Pero si estás molesta con él, dices ¡Tu papá!”.
Me sorprendió. Ni siquiera me había percatado de mi actitud de queja. Creía que nunca hablaba de nuestros problemas de pareja con los hijos, pero sí tenía actitudes contra él para buscar el apoyo de los muchachos a mi favor. ¡Qué fea! Lo que tanto daño me había hecho, lo estaba repitiendo.
Ese día decidí tener más cuidado y en vez de hacer alianzas con los hijos en contra de mi esposo, propuse hacer alianzas con mi esposo a favor de los hijos. Como dice el Señor cuando se refiere al matrimonio en Marcos 10:7: “Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona”, no con los hijos sino entre los esposos.
Recordaba a mi mamá que no tuvo un marido en quién apoyarse. Además, mi padre era muy celoso y no le permitía tener amigas con las cuales desahogarse. Ni siquiera a mi abuelita le decía algo para no preocuparla. Y en esa época no conocíamos al Señor Jesús para pedir la ayuda de Él. En verdad estaba sola. Creo que mi hermana y yo fuimos su única opción.
Pido a Dios que cada mujer que pase por circunstancias como esas, tenga la ayuda del Señor Jesucristo para resolver sus problemas y el apoyo de otras creyentes que pueden orar por ella. Eso sí, será un remedio eficaz.
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