Nochebuena en familia

Recuerdos de mi infancia

Por Yaribel García Miranda

Cada año nos alistábamos para cenar juntos en Nochebuena. No teníamos por costumbre ir con los tíos, abuelos o algún otro familiar. Solo nosotros en casa: papá, mamá, mi hermano y mis tres primos, que vivían con nosotros desde la muerte de su mamá.

Por lo regular cenábamos pollo rostizado con ensalada verde, ponche y algunas veces postre. Nuestro árbol era pequeño, con adornos significativos para nosotros. No había mucha parafernalia.

Mi mamá tenía que dejar todo preparado porque, en ese entonces, ese era el único día que íbamos todos juntos a la iglesia. Estrenábamos ropa y asistíamos al servicio de acción de gracias, para recordar con cantos y participaciones especiales, por parte de los niños y jóvenes, el nacimiento de Jesús. 

A la salida nos daban nuestro aguinaldo: una bolsa de plástico transparente que contenía cañas de azúcar, mandarinas, limas, colaciones y cacahuates. De ahí partíamos hacia la casa para cenar y luego abrir los regalos, que mis papás envolvían en cajas de cartón con un lindo moño en el centro. 

En ocasiones nuestra vecina, doña Sofi, nos invitaba a su casa donde nos daba ponche y ensalada navideña. Los vecinos organizaban posadas en la calle y escuchábamos cómo cantaban mientras daban la vuelta a la cuadra. Después de la cena, rompíamos las piñatas de barro, casi siempre en forma de estrella. Todos corríamos cuando salían disparados los picos de la estrella para guardar nuestra fruta en ellos.

Así fue por muchos años a medida que crecíamos, hasta que cada uno formó su familia, y entonces nos teníamos que organizar para pasar un día con mis padres y otro con los suegros. A medida que cada uno tuvo a sus hijos, las reuniones se volvieron todavía más especiales y llenas de color.

Mi primo, que murió en un accidente, solía contar anécdotas de las Navidades pasadas: «¿Te acuerdas cuando…?», y empezaba a relatar cosas que yo no recordaba, o mis hermanos ni siquiera sabían, pero él siempre lo traía a la memoria con mucha alegría. 

Debo reconocer que todos esos años fueron los mejores como familia. Podíamos ver el trabajo y el esfuerzo de mis padres por darnos regalos y por apartar un tiempo para buscar a Dios juntos como familia.

Un día mi papá decidió irse de la casa y vivir con otra familia. Todo cambió pero, a pesar de todo, nos seguimos reuniendo cada 24 de diciembre y pasamos veladas extraordinarias. 

Hoy en día, después de tantas Navidades, puedo ver que no se trata de los regalos debajo del árbol ni de las lindas tradiciones, sino de saber que Jesús, el mejor regalo, vino al mundo para  que pudiéramos disfrutar de su salvación, dicha, paz y comunión con los nuestros.

Es esta inconmovible verdad la que nos mantiene con esperanza y armonía a través de los años; de las buenas y malas decisiones, las experiencias dolorosas, las pérdidas y del trajín de cada año con sus retos particulares.

¡Qué bello vivir cada Navidad como una oportunidad para retomar el curso de lo que es verdaderamente importante: nuestra relación con Dios y la armonía en la familia!


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