La presencia de Dios

Foto por Juan Carlos Caballero Márquez

Nuestra alma pide a gritos sentarse a los pies del Maestro

Por Tatiana Isabel Rodríguez Chacón

«Para usted ¿qué es la presencia de Dios?», me preguntó con intriga un hombre que había asistido por primera vez a la iglesia. Recuerdo que se me acercó de inmediato cuando terminé de compartir el mensaje.

Mirándolo sonreí y le respondí: «La presencia de Dios es Dios mismo. Si te digo que puedo sentir tu presencia es porque tú estás aquí, ¿cierto? Lo mismo sucede con Dios, sentimos su presencia porque Él es real, y Él está a nuestro lado. Es tan necesaria como el agua para los peces y la tierra para las plantas».

En Génesis, cuando Dios creó las plantas y los árboles, Él le habló a la tierra, y cuando creó a los peces, le habló a las aguas, pero cuando creó al ser humano, se habló a sí mismo diciendo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (Génesis 1:26).

El propósito de Dios era crear a los humanos para que vivieran en comunión con Él, así como la Trinidad existe en perfecta comunión. 

Las creaciones de Dios reciben la vida de su entorno, sin él tienden a morir. Lo mismo ocurre con nosotros. Tras el pecado de Adán y Eva estamos separados de Dios y muertos.

Cristo es el único camino para tener verdadera vida y acceder a la presencia de Dios. Esto no es negociable. Nuestras almas lo necesitan, así fuimos diseñados. Nuestro corazón puede palpitar pero el vacío que experimentamos denota la falta de algo esencial.

Para aquel que ha nacido de nuevo, la presencia de Dios es el mayor deleite y el mayor privilegio que puede tener en esta tierra, y aunque a veces parezca locura, sin importar la circunstancia en la que nos encontremos, en su presencia podemos experimentar plenitud de gozo como dice el Salmo 16:11.

Podemos tener muchas cosas a nuestra disposición, estar ocupados en una multitud de quehaceres como lo estuvo Marta cuando Jesús entró en su casa, pero eso nunca será suficiente para el corazón.

Nuestra alma pide a gritos sentarse a los pies del Maestro, escuchar su voz, su Palabra, como lo hizo María. Y para eso, es necesario dejar todo a un lado y entrar en nuestro aposento para estar a solas con quien más nos ama en este mundo.


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