¡Auxilio! Estoy sin celular

Foto por Marian Ramsey

Es algo que nos ha orillado a la esclavitud y provocado un gran estrés diario.

Por Cesia Carrillo Clemente

Comenzó a fallar mi celular y me sentí estresada. Después de un tiempo extrañé el tiempo que pasaba mensajeando y checando cosas de “interés”. En unos días más, el estrés y la melancolía habían desaparecido. En realidad, me sentía aliviada. Totalmente relajada.

Estar sin celular me llevó a una pregunta, ¿en realidad lo necesito?

Una respuesta lógica en pleno siglo XXI es: sí. Tengo muchos argumentos a favor de esta aseveración, que en estos días sin el equipo inteligente puedo sustentarlos. Por ejemplo:

1.      Mi cambio de planes en el día afecta a mi mamá, pues se preocupa por no saber en dónde estoy. Y por mi parte, no tener un medio para comunicarme con mi familia, resulta tedioso. Sobre todo cuando a mi alrededor no hay gente de confianza a la que le pueda pedir prestado su celular.

2.      Me entero hasta el final de los cambios en mis trabajos. O de algunas citas que quizá se pospusieron o se cancelaron. Llego vestida de blanco, cuando tenía que haber ido de azul y cosas por el estilo.

3.      Cuando he andado en la calle y me he sentido físicamente mal, me he visto en un aprieto para informarle a alguien.

4.      He perdido comunicación con mis amigos y no me entero de todas las pláticas.

5.      Pareciera que hasta cierto punto no existo.

Seguramente puedo agregar muchos puntos más, incluso al límite de pensarlo como una necesidad. Y sí lo es, pero no una básica como respirar. Ahora algunos de los argumentos por los cuales pienso que el celular nos ha dañado:

1.      Se ha perdido el tener «palabra». Incluso dentro de los trabajos. Hay un horario laboral, pero como somos localizables a cualquier hora del día, muchas veces hay cambios y órdenes extraoficiales que se comunican por medios informales como redes sociales y aplicaciones como el Whatsapp.

2.      Aunado al punto anterior, existe continuamente la falta de respeto al tiempo de los demás, incluso entre amigos. En una reunión se establece un horario, pero de manera fácil por medio de un texto, podemos evadir la puntualidad justificándonos: «Le aviso que ya voy para que no se inquiete».

3.      Asumimos que todos tienen celular y no es así. Entonces si se dan avisos por medio de redes sociales, parece que esa persona no existe, ya que se nos olvida avisarle en persona.

4.      Las comunicaciones y relaciones cara a cara, en vivo y a todo color, se han vuelto como una ilusión. Porque podemos estar frente a alguien, pero con nuestros dedos  tecleando nuestro pensamiento anda en otro lado.

5.      El trabajo se lleva a la casa y la casa al trabajo.

Un equipo inteligente que nos conecta más rápido y a larga distancia, es algo que nos ha orillado a la esclavitud y provocado un gran estrés diario. Tanto, que si la batería se nos está acabando, buscamos inmediatamente dónde conectarnos. Si nuestro saldo se agota, corremos por una recarga o adquirimos un plan.

Quizá no a todos les suceda esto o sepan manejar bien su celular en vez de ser dominados por él. A mí, lo admito, sí me controlaba. En este tiempo analicé muchas cosas.

¿Qué pasaría si de la misma forma que uso mi celular, estuviera en comunicación con Dios? ¿Y si mi pensamiento estuviera constantemente en Él? Porque aunque platique con Papá al caminar por la calle, la realidad es que a la vez estoy afanada también en contestar los mensajes en mi celular. Es como estar en dos lugares o más a la vez.

No digo que tener celular sea un error. Pero sí lo es la manera en que lo usamos. En vez de usarlo como una herramienta le hemos dado casi el lugar de una necesidad primaria. Pues tenemos «todo» en ese aparato.

Cuando tenga la oportunidad de arreglar o comprarme otro, lo haré. Pero en todo recordaré dar gloria a Dios. Estaré atenta al uso que le doy y al tiempo que le otorgo. Y de vez en cuando, sin temor lo apagaré y me desconectaré para descansar.


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