Un Legado Verdadero
Ese día, me dí cuenta de que Carlos me seguía enseñando aun sin estar presente
Por Esly S. Martínez
Camila abrió su pequeña mano liberando su globo blanco al cielo mientras pronunciaba dos penetrantes palabras: «Adiós papi». El coche fúnebre había llegado. Mi mejor amiga Karla junto con sus dos hermanos menores Max, de diez años, y Camila de siete años, marcharon justo detrás del ataúd cada uno con su propio globo blanco en mano.
Había sido una mañana agitada, y por fin, después de un tiempo largo de lucha, todo había terminado. Conteniendo las lágrimas, vimos el carro alejarse, sintiendo que una parte de nosotros también se iba.
Carlos, su padre, había sido diagnosticado con cáncer cerebral un año y medio antes y los médicos sólo le dieron un máximo de tres meses de vida. Lo que comenzó con inofensivas convulsiones por falta de azúcar terminó dejando a una familia sin su padre.
La lucha contra el cáncer es difícil, pero tener que seguir viviendo cuando esa persona amada ya no está, es peor. Nuestros corazones anhelaban tenerlo con nosotros, pero estábamos conscientes de que era inútil. Cada recuerdo a su lado llenaba nuestras almas de sentimientos encontrados dejándonos confundidos e inseguros de cómo reaccionar. No había flores ni atuendos negros. Sólo globos. Globos blancos representando una celebración. Pero aun entre sonrisas no podíamos contener la tristeza.
Sin embargo había gozo. Durante el servicio, cantamos alabanzas y danzamos con la seguridad de que el Señor Dios Todopoderoso tenía a Carlos en su gloriosa presencia. Uno a uno los miembros de la iglesia se pararon frente al estrado y relataron hermosas anécdotas que habían compartido con Carlos.
Un leve calor se esparcía dentro de nuestros corazones escuchando cada historia llena del gran humor del Pastor Carlos. Cariñoso, amoroso, solidario, alegre, hospitalario, amable, paternal, temeroso de Dios y honesto eran palabras que se repetían describiendo a Carlos y su ejemplo.
Sentada en mi lugar, me maravillaba lo que ocurría a mi alrededor. Sin duda había dolor, pero también felicidad. La situación tan irónica me hizo pensar en la muerte. Porque, al final del día, todo se reduce a eso. No hay forma de evitarla. Y por desgracia, no había forma de traerlo a él de vuelta. Esa era la realidad. Carlos se había ido.
Reflexionando, admiraba en silencio la forma tan sincera en que un joven derramaba su corazón ante nosotros compartiendo la forma en que Carlos había cambiado su vida. Entre todos resumían la marca que había dejado en la tierra.
Fue en ese momento que entendí: Carlos sabía que no sería capaz de llevar consigo alguna cosa de este mundo, y en vez de eso, decidió dar de sí tanto como pudo. Dio todo su amor a sus hijos y los crió para que fueran fuertes y valientes. Dio sus mejores años a su esposa esperando hacerla feliz. Dio su tiempo a la gente para ayudarles. Y, por encima de todo, dio su vida a Dios a fin de ser bendición para todos a su alrededor. Él sabía claramente lo que era importante y dedicó, sin descanso, su vida para cumplirlo.
Ese día, me dí cuenta de que Carlos me seguía enseñando aun sin estar presente. Él me enseñó una verdad muy importante: que debía valorar mi vida por lo que yo puedo dar a partir de lo que Dios me ha dado. He sido bendecida para bendecir. Como Jesús dijo, muchos años atrás, «Mas bienaventurado es dar que recibir».
Carlos no era dueño de una gran empresa, ni tenía títulos importantes, gran riqueza o un montón de casas y coches. Él sabía que todas esas cosas eran vanidad. Dicen que una persona no se va hasta que el recuerdo de su nombre también muere. El legado espiritual que dejó Carlos irá más allá de los lazos de la muerte, seguirá por la eternidad. Nuestras vidas por sí solas son testimonio vivo de su legado.
Tomado de la revista Prisma 43-2.