Una niña buena

Foto por Michell Arévalo Hernández

La perfección era mi estilo de vida

Por Karen Durán

Tenía un acuerdo con Dios, pero éste se vio amenazado cuando las cosas no salieron como yo las había planeado.

Siempre fui una niña buena. Desde muy pequeña aprendí que, si seguía las reglas y me portaba bien, los adultos a mi alrededor se ponían contentos y me colmaban de elogios.

Mi niñez estuvo llena de reglas y de oportunidades para demostrar mi excelente desempeño. Al estudiar en una escuela católica y asistir a una iglesia evangélica, me acostumbré a un estilo de vida lleno de mandamientos. Cuando los obedecía me sentía valorada y aceptada, pero cuando no, me percibía culpable e inadecuada.

Supuse que era mejor que otros porque me portaba bien, cumplía las reglas, sacaba buenas calificaciones y colaboraba en la iglesia, donde, por cierto, había escuchado que Jesús entregó su vida para salvarme de mis pecados. Me preguntaba: «¿qué pecados?,  si me porto tan bien. Soy excelente hija y alumna, ayudo en todo lo que me piden y jamás me comportaría tan mal como tal persona».

Crecí, me casé, tuve hijos siguiendo el mismo patrón de comportamiento: excelente ama de casa, la esposa ideal y la madre perfecta. A decir verdad, Dios era un accesorio en mi vida, el medio para alcanzar mis fines. Leía muchos libros de autoayuda y trataba la Biblia como si fuera uno más de ellos. 

Me regía por conceptos humanistas que se basaban en mí y en lo que yo era capaz de lograr. Esas ideas exacerbaban mi perfeccionismo y hacían crecer mi orgullo, juzgaba a otras mamás porque no hacían lo que yo, para tener un hogar ordenado o para educar a sus niños.

A mis hijos les enseñaba acerca de la Biblia porque era lo indicado. Mi relación con Dios se basaba en un intercambio: si yo los instruía de acuerdo a sus preceptos, Él tenía que bendecirlos y librarlos de cualquier dificultad.

La sorpresa vino cuando crecieron y empezaron a tomar sus propias decisiones; fue entonces que se rompieron todos mis paradigmas. A pesar de que no demostraron una franca rebeldía, fue la primera vez que las cosas no salieron de acuerdo a mi plan. Me di cuenta de que a pesar de haber hecho «todo perfecto», el resultado no fue lo que yo esperaba. Fue una realidad difícil de afrontar.

Transitaba esa temporada cuando escuché otra vez que Jesús murió por mis pecados, pero en esa ocasión distinguí que nunca se trató de lo que yo podía hacer por Él, sino de lo que Él ya había hecho por mí. Comprendí que no se trata de mi buen comportamiento, pues todo se queda corto en comparación a la bondad de Dios y a la vida perfecta que su Hijo vivió para que yo pudiera ser libre de mis pecados y disfrutar la vida eterna.

Estaba muerta a causa de mi desobediencia, seguía mis propios deseos, era blanco del enojo de Dios, pero Él, que es rico en misericordia, me amó tanto que, a pesar de mi orgullo y autosuficiencia, me dio vida en Cristo.

Ahora soy testimonio de la gracia y bondad de Dios. No tengo ningún crédito en eso, no tuve que portarme bien, ni seguir siendo esclava del perfeccionismo. La salvación no es un premio por las cosas buenas que yo haya hecho, es un regalo del que no puedo jactarme.

Le pertenezco a Dios y lo necesito cada día de mi vida. Todo lo que sucede, bueno o malo, tiene el propósito de acercarme a Jesús y hacerme totalmente dependiente de Él. Su obra está completa y es suficiente, por lo que no necesito añadirle nada más. No tengo que esforzarme por demostrar que valgo, ni necesito la aprobación o la aceptación de los hombres, Dios me ha amado tal como soy y sigue haciendo su obra en mí. ¡Qué verdad más liberadora!


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