Una certeza eterna
Tengo miedo de morir. ¿A dónde iré?
Por Karen García.
En el 2010 recibí la fuerte noticia de que mi papá estaba muy enfermo por complicaciones de la diabetes. Mi hermana mayor me pidió ayuda para cuidarlo por un año, así que tuve que mudar mi lugar de residencia de la Ciudad de México a Los Cabos para vivir de nuevo con mi familia.
Cuando llegué, la salud de mi papá había empeorado y comenzaron a dializarlo. Mi padre sufrió de problemas de riñón durante su vida, así que era parte de su rutina visitar varios hospitales para llevar un control de esta enfermedad.
Para mis hermanas, mi mamá y yo fueron dos años de ir y venir a hospitales. Cuidar a un enfermo no es cómodo, sin embargo lo hacíamos por amor; convencidas de que era el momento de dar lo que habíamos recibido.
En este tiempo, antes de su fallecimiento, redescubrí a mi papá. Lo vi débil, en lugar de fuerte, abierto a decir muchas cosas que no había dicho antes y a ser dependiente, cuando antes todas dependíamos de él.
A lo largo de este proceso, que incluyó muchas pláticas sobre la Biblia, citas médicas, procedimientos con máquinas y un cambio radical de su alimentación, entre otros; su cuerpo se cansó cada vez más y llegaron las complicaciones.
Un día se lastimó un dedo del pie y no nos comentó para no preocuparnos, así que cuando nos dijo, su dedo estaba comprometido. Terminó por perder parte de su pierna. A pesar de esto, siempre mantuvo su sentido del humor, aunque a la vez nos decía con honestidad: «No quiero perder mi otra pierna».
Después de la amputación, mi papá entró y salió del hospital durante dos meses. El cansancio crecía cada día. A veces cuando el cansancio es tanto ya no se es tan amable.
Una noche, mi papá me llamó y me tardé deliberadamente más de cinco minutos en ir a verlo. Tosía mucho y acumulaba flemas. Cuando por fin fui, me dijo:
—Hija, tengo miedo de morir. ¿A dónde iré?
Le respondí:
—Papá, irás con tu Señor.
—No es mi Señor, yo nunca acepté a Jesucristo de corazón. Iba a la iglesia por tu mamá, siempre fue así —confesó.
Yo estaba en shock. Conmovida pero a la vez entendiendo que había abierto su corazón, le pregunté si quería entregar su vida a Dios. Esa noche, unas semanas antes de morir, aceptó a Jesús, lo reconoció como su Señor y como el camino para llegar a Dios.
Al siguiente día regresó de nuevo al hospital y, como siempre había sido amigo de los enfermeros, se puso a platicar con Nacho.
—Creo que pronto moriré.
—Debe ponerse a cuentas con Dios, pero escúcheme, con atención. —dijo Nacho.
—Ayer me puse a cuentas con Él y no tengo temor.
Después de esa estancia en el hospital comenzó a estar inconsciente y sin poder hablar mucho, era como una pequeña vela apagándose. Nuestros familiares llegaron para ayudarnos a cuidarlo, y algunas tías tomaron turnos para apoyarnos. Otras personas nos llevaron comida y amigos oraron por nosotros y por él.
Había trámites por hacer, entre todos resolvíamos cómo proceder ante decisiones difíciles, pero en mi corazón estaba la certeza de saber que el futuro de mi padre en el cielo estaba asegurado.
Su última noche en la tierra fue tranquila. Mientras lo cuidaba con mi hermana le recité poemas al oído. La última persona que estuvo con él fue mi mamá, parecía esperarla. Aunque ya no hablaba, al oír su voz y saber que estaba ahí, se pudo ir. El 13 de marzo de 2013, a las 2:00 pm mi papá se fue con su Padre Celestial.
Me quedo con esto en mente, Romanos 10:9-10 dice:«Si declaras abiertamente que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo. Pues es por creer en tu corazón que eres hecho justo a los ojos de Dios y es por declarar abiertamente tu fe que eres salvo».
Ha sido un camino difícil y a la vez una experiencia fascinante