La vida es como una burbuja de jabón

Foto por Itzel Gaspar

Muchos toman por sentado que les pertenece

Por Juan M. Isáis (1926–2002)

Hace 37 años mi papá escribió esta reflexión para la revista Prisma después del terremoto que sacudió a la Ciudad de México en 1985. Hoy en día, acabamos de ser azotados a nivel mundial por una plaga que aún sigue causando estragos en incontables historias. Por eso, volvemos a compartir este artículo, ya que sabemos que son palabras oportunas no solo después de un desastre natural sino para cada día. 

Sally Isáis 

Todos nos acongojamos cuando hay acontecimientos como los que vivimos el 19 de septiembre de 1985.

La noche anterior, parecía ser una noche como todas las demás. Los habitantes del Distrito Federal con sonrisas y apretones de manos se desearon una feliz noche y se dijeron un «hasta mañana». Sin duda, pocos dijeron: «si Dios quiere». Simplemente tomaron por sentado que la vida les pertenecía.

La vida es como una burbuja de jabón que al menor contacto con el sol, desaparece. En verdad hoy somos y mañana no. ¡Qué frágil es la vida! ¡Qué efímera! No de balde se ha dicho que el día que nacemos, ese día empezamos a morir.

El antropólogo bíblico, Salomón, dice que Dios ha puesto eternidad en el corazón del ser humano. Es esa pincelada de Dios, la que sin duda nos hace vivir como si fuéramos eternos. Es ese toque divino el que incluso hace que nos sorprendamos tanto ante la realidad de la muerte. Y lo que es más, ni siquiera nos preocupamos en prepararnos para encontrarnos con Dios como aconsejó el profeta.

La muerte es un accidente para unos, es un cambio de residencia para otros, es una liberación para aquellos a quienes la vida no les ha sonreído como lo esperaban, pero para todos, la muerte es un encuentro con la eternidad, con Dios, ante quien todos tendremos que comparecer. 

Dice la Biblia: «Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Hebreos 4:13).

El sismo del 19 de septiembre conmovió a la sociedad capitalina, conmovió al país, conmovió al mundo. Pero sobre todo, conmovió la conciencia de un gran número de personas que ante la realidad de la finitud del ser, no tuvieron más que reflexionar seriamente en el más allá.

La muerte es una ley que tiene las mismas dimensiones del Juicio Venidero. Está establecido a los humanos que mueran y después, el juicio. No cabe duda de que los corazones de los que vivimos en esta ciudad, han sido apuñalados con las dagas de la muerte.

Muchos están intentando olvidar el dolor pero todos seguimos sangrando por causa del sufrimiento de nuestros semejantes. La pérdida de seres queridos, de bienes, de tranquilidad, no es cosa que podemos ignorar fácilmente.

Mientras escribo esto, viene a mi mente un estribillo que aprendí hace muchos años. Dice: «Perder los bienes es mucho, perder la salud es más, pero perder el alma es pérdida tal que no se recobra jamás».

Muchas de las personas a cuyas puertas inesperadamente la muerte tocó, no estaban preparadas. Lo más doloroso es saber que han dado un salto a la eternidad sin Dios, sin luz y sin esperanza.

Quienes confiamos en que el fin de esta vida terrenal no es más que un cambio de residencia al cielo con el Señor, tenemos la insoslayable responsabilidad de compartir con otros el mensaje de las Buenas Nuevas.

Esa es la lección que nos ha dejado el temblor del 19 de septiembre. Ante ello solo nos queda implorar misericordia para que los días que nos quedan sobre la tierra, los contemos de tal manera que traigamos al corazón sabiduría.

Tomado de la revista Prisma, tomo XIX especial.


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