Perdimos a los cuatro
Nadie pensó que en menos de veinticuatro horas, cuatro del grupo estarían frente a su Creador
Por Elisabeth F. de Isáis
Algo raro le pasaba aquel miércoles al ingeniero civil Juan Edgar Figueroa, supervisor de ventas en Cementos Anáhuac.
Llegó a la oficina y después de un rato dijo a sus compañeros: “Este día es especial para mí. Me siento lleno de luz, de una luz muy especial”. Dos semanas antes había platicado con todos acerca de su fe en Jesucristo, la que afirmaba le daba una paz extraordinaria. Pero ese miércoles proyectaba una paz aún más notable.
Por fin, como en un estado de euforia salió temprano del trabajo y fue a casa de sus padres a las dos de la tarde, donde por primera vez en mucho tiempo, toda la familia estuvo reunida para tomar los alimentos: sus padres, su esposa, sus dos hermanos y sus dos pequeños hijos.
La comunión alrededor de la mesa fue preciosa. Todos comentaron que fue una coincidencia notable que de improviso hubieran estado todos juntos aquel día.
Desde luego, nadie pensó que en menos de veinticuatro horas, cuatro del grupo estarían frente a su Creador, víctimas del terremoto del día 19 de septiembre de 1985.
Como a las cinco de la mañana del día siguiente, el jueves, Juan Figueroa Contreras despertó con una carga grande en su corazón. Por alguna razón inexplicable, sintió la necesidad de orar urgentemente por su hijo Juan Edgar y su familia. “Tenía un dolor dentro de mí que yo mismo no entendía”, explicó después. Empezó a pedir a Dios por cada uno de la pequeña familia, hasta que por fin sintió paz y tranquilidad.
Mientras tanto su esposa Elba había despertado al oír su oración y fue a la sala a leer la Biblia en la profecía de Jeremías, acerca del juicio divino en contra de la ciudad de Jerusalén debido a su rebeldía y su idolatría. Al rato llegó su esposo y se sentó a su lado, pensando y meditando los dos.
Cuando ocurrió el tremendo temblor a las 7:19 de la mañana, empezaron a alabar a Dios. Su hijo Josué se puso en el marco de una puerta; su hija Elba también. Después, ya que en la Unidad Santa Fe no fue cortada la luz, prendieron la radio y empezaron a oír las primeras noticias acerca de edificios caídos.
Llamaron por teléfono a Juan Edgar y a Evangelina, que según su horario estarían todavía en su condominio en la calle Tehuantepec número 12, quinto piso, casi listos para salir y llevar a los dos niños para que los cuidaran hasta las 7 de la noche. Juan Edgar tenía su trabajo en Cementos Anáhuac y su esposa, psicóloga industrial, trabajaba como gerente de relaciones industriales en la planta Mixcoac de Cementos Tolteca.
Pero en el edificio de Tehuantepec nadie contestó. Había sido uno de los primeros en desplomarse. Algunos de los condóminos fueron expulsados por el impacto y sobrevivieron; otros murieron, incluyendo toda la familia de Juan Edgar.
Al escuchar como a las 9 horas que un edificio en la calle de Tehuantepec había caído, cerca de la avenida Cuauhtémoc, los papás y hermanos de Juan Edgar se miraron consternados.
Josué, estudiante de ingeniería en computación, de 23 años de edad, quien trabajaba como analista de sistemas, decidió ir de inmediato. Ya que por la radio dijeron que no debían circular coches si era posible evitarlo, consiguió una bicicleta y se fue a ayudar a remover los escombros. Su cuñado, Cristóbal Cruz, médico veterinario, teniente voluntario de la Cruz Roja, también se metió a ayudar.
Elba, estudiante de la carrera de administración de empresas, de 21 años de edad, quien trabajaba en la selección de personal, se fue en su coche con algunos compañeros de la oficina para buscar en todos los hospitales y lugares donde llevaban a los accidentados, con la esperanza de saber algo de la familia.
Normalmente una señorita muy sensible a las impresiones fuertes, Elba en su desesperación por encontrar a su hermano y a su familia, recorrió durante días escenas pavorosas, incluyendo el forense y depósitos de cadáveres no identificados, hasta el grado de que le dolían los pies de tanto caminar.
El papá de Juan Edgar, sin poder olvidar la experiencia de la madrugada, junto con el padrastro de Evangelina, Héctor Velasco Reynoso, se fue a buscarlos en coche. Llegaron como a las 11 horas, pero el área ya estaba acordonada. Consiguieron cascos y desde ese momento, día y noche hasta que aparecieron los cuerpos, se turnaron para que siempre hubiera alguien en espera del desenlace.
Distintos jóvenes de Iglesias cercanas les daban de comer, y los socorristas les aseguraban que muy pronto iban a encontrar a sus hijos.
Así quedó sola en casa Elba. Su esposo decidió que era mejor que se quedara allí para contestar llamadas telefónicas y para que no tuviera que ver las escenas espantosas que seguramente les tocaría mirar.
Entonces ella empezó a dedicarse a la lectura de la Biblia y a la oración. “Desde el primer momento, supe que estaban ya con el Señor en el cielo”, dice ahora. “Di gracias a Dios que no quedaron mutilados y porque no iban a sufrir las consecuencias de este derrumbe”.
Poco a poco su soledad se interrumpía. Llegó la mamá de su nuera, Evangelina García de Velasco, para que las dos pudieran orar al Señor juntas. Ella también sintió que la familia se había ido al cielo.
Llegaron después los miembros de la Iglesia Belén, donde pastoreaba Juan Figueroa. Venían a estar con las mamás, a consolarlas, a traerles alimentos, a atender el teléfono, a orar y leer la Palabra de Dios con ellas. Muchas veces la casa se llenaba totalmente de gente, y esto sirvió de bendición al corazón de las dos mamás.
“En esos pies vi al Señor Jesucristo que venía a ministrar a mi alma”, confesó la señora Elba después. “La soledad solo produce más depresión y dolor”. Los que llegaban para consolarla, se fueron más bien consolados, al ver cómo Dios la fortalecía.
El lunes por la noche, fueron encontrados los cuatro cadáveres, juntos en una recámara del departamento. La familia agradeció a Dios que todavía se les permitió velarlos y celebrar los servicios fúnebres; unas horas más, y los habrían enviado a la fosa común.
Como es costumbre, para los evangélicos, hubo cantos, lectura de la Biblia, oración y predicación en la funeraria y en el cementerio. Una joven señora dijo que no había podido quitarle la vista al papá de Juan Edgar durante el funeral, porque su rostro reflejaba una paz imposible de imaginar, después de tantos días de angustia y de haber perdido a cuatro seres tan queridos. Más tarde ella decidió ir al templo Belén en busca de la misma paz que había observado.
Poco más de un mes después de la tragedia, Prisma entrevistó a los señores Figueroa y a la señora Velasco. ¿Cómo han podido soportar tan grande pérdida? ¿Qué pensamientos han tenido al despertar cada día ante la realidad de que ya no llegarán los pequeños nietos?
Dice la señora Elba: “La Biblia enseña que será posible soportar cualquier prueba. En su carta a los corintios el apóstol Pablo apunta una promesa muy hermosa: ‘No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir’. Lo ha cumplido con nosotros”.
Además, la experiencia ha servido de bendición a sus vecinos. “Desde el principio el Señor usó esto para que todos los vecinos vinieran a ver nuestra fortaleza”, explica ella. Los Figueroa fueron a albergues para tratar de consolar a las familias que habían perdido todo.
En un albergue, nadie quería acercarse para escucharlos, aunque por el autoparlante se anunció que habían perdido a cuatro familiares en el terremoto y querían compartir sus experiencias. Pero al empezar a hablar en voz fuerte el señor Figueroa, poco a poco se acercaron las personas.
Les dijeron: “Ustedes tal vez han perdido sus pertenencias, su hogar, sus cosas valiosas, cosas no recuperables. Nosotros también. Pero Dios puede confortarlos. Jesucristo está vivo, los ama, les quiere ayudar. Confíen en Él y les dará una paz sobrenatural. Los guiará hacia una vida nueva”.
Algunos de los damnificados lloraban angustiados la mayor parte del tiempo. Otros rehusaban cualquier contacto con otras personas. Muchos solo estaban enojados contra Dios, en lugar de buscarlo para recibir su consuelo misericordia y amor. No pocos se desquiciaron.
“Con el Señor Jesucristo a nuestro lado, es difícil pasar por esta experiencia; pero sin Él, sería imposible”, reconocieron Elba y Juan. “Hay que recordar que Él es Dios soberano, Padre, Salvador, Señor; nosotros solamente estamos aquí para servirle. Él es sabio y no se equivoca. Tiene un propósito en todas las pruebas que nos envía”.
El señor Figueroa realmente no había pasado por ninguna prueba anterior, según sus propias palabras. Pero ahora, al perder de golpe a cuatro seres queridos, dijo: “Esto nos trae más comprensión y compasión para otros. El dolor nos enseña muchas cosas”.
En cambio, la señora Evangelina había sufrido mucho. Muy joven quedó viuda con sus pequeños hijos; además perdió a su papá a la edad de seis años. Pero gracias al noviazgo de su hija con Juan Edgar, ella empezó a asistir al templo Belén y más tarde entregó su corazón al Señor Jesucristo como Salvador. Su esposo y su hijo Cristóbal se convirtieron en fecha más reciente. Para todos el mensaje siguiente fue de gran consuelo:
“Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos, llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:8-10).
La señora Elba recuerda que la Biblia enseña que Jesús dijo: “En el mundo tendréis aflicción; mas confiad, yo he vencido al mundo”. Otra cita bíblica que le ha servido grandemente declara: “Yo (Jesús) soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá".
“No debemos llorar como los que no tienen esperanza”, dicen. "Hemos sentido mucha fortaleza debido a todas las personas que oraron por nosotros. Sabíamos que no estábamos solos; parecía que una lluvia de bendiciones nos envolvía”.
La familia admite que ahora hay un vacío, pero comprende que hay que aceptar que Dios en Su soberanía decidió que era tiempo para llevar a sus hijos con Él. La señora Elba reconoce que si no dedica su tiempo y su pensamiento a dar gracias al Señor, siente deseos de llorar y le empieza a doler la cabeza. Un himno que repasa mucho y que le ha traído mucho consuelo, dice:
“Te alabo, mi Señor, te alabo porque Tú eres todo para mí, porque junto a Tí voy caminando, porque siento Tu presencia en mi ser”. La segunda estrofa proclama: “A veces el maligno quiere a mi vida volver a aprisionar, y el Espíritu Santo que es mi guía me sostiene y no me deja claudicar”.
Después de cada estrofa se canta el siguiente refrán: “Te alabo, te alabo, mi alma no se cansa de alabarte; te alabo te alabo, mientras vida exista en mi ser”.
El profeta Ezequiel escribió una visión en que Dios le dijo: “He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía”. Entiende la familia que Dios hizo bien en llevárselos. “Dios sabe más que yo en cuanto al tiempo; Él tiene un propósito; solo le pido que me ayude a entenderlo”, confiesa el señor Figueroa.
Como un mes antes de la tragedia, desde el púlpito predicó acerca del texto del profeta Isaías que promete al creyente: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en Ti persevera; porque en Ti ha confiado”.
Estas palabras hicieron impacto especial en su esposa, tanto antes como durante los días de la tragedia. Además, los Salmos 27, 34 y 46 de la Biblia les han servido de bendición. La señora Evangelina ha pensado más en el Salmo 145, y en las palabras de Job: “Jehová dio y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”.
Pero la enseñanza bíblica de mayor relevancia para ellos en estos días, se encuentra en la epístola del apóstol Pedro, que afirma:
“Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría… De modo que los padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien”.
Unos días antes del terremoto, Juan Figueroa paseaba con su nieto de tres años, Juan Edgar Junior, por una farmacia donde los juegos mecánicos llamaron la atención del niño. “Pero no traigo monedas”, dijo el abuelito, examinando en cada bolsillo para encontrar alguna. En eso, el dueño de la farmacia regaló monedas al niño para que pudiera subirse a los juegos, y lo miraba complacido mientras jugaba alegremente.
Después, el abuelito pasó nuevamente por aquella farmacia. “Ahora no trajo al nieto”, comentó el fármaco.
“No, él y su pequeña hermanita y sus papás ya están en el cielo. Se fueron en el terremoto”, contestó el señor Figueroa.
“Pero usted se ve tranquilo, se ve bien”, se maravilló el comerciante. “Perder a un niño tan hermoso no puede haber sido fácil”.
“No, no ha sido fácil”, respondió. “Pero siento la fortaleza de Dios en mi ser, y sigo adelante con mis deberes pastorales y con el cuidado de los de mi familia que se han quedado”.
El niño, muy listo, recitaba con mucha convicción el texto bíblico del Salmo 91 que reza: “El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente”, y ahora estas palabras hacen eco en la memoria de su abuelita Evangelina, quien se gozaba grandemente con sus nietecitos. Y un canto favorito de su hija desaparecida, Evangelina, cuya fe en Jesucristo era firme, trae nuevo significado ahora:
“Y si vivimos para Él vivimos; y si morimos para Él morimos. Sea que vivamos o que muramos, somos del Señor, somos del Señor”.
Cuando viene la tentación de sentirse tristes, los sobrevivientes abren sus Biblias en el libro de Lamentaciones y recuerdan la sentencia divina: ¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?
Si, todo tiene su propósito en la mano de Dios… y por eso están en paz.
Publicado en Prisma en 1986