Ven a la playa

Dios me habló

Por Diana Garrett del Río

Casi sin aliento por un dolor que le oprimía el pecho, Ester apretaba el cuerpo inerte de su pequeña hija contra sí, esperando volverle a infundir calor y vida, pero ya era tarde. Como vidrios rotos y sin sentido, se le mostraban las imágenes de las últimas horas. La niña agonizaba, y ella y su marido corrían sin saber hacia dónde, buscando ayuda. Remedios caseros, doctores, suero, medicinas, todo había sido inútil. 

Su niña parecía dormida en sus brazos, pero el color cenizo de su piel declaraba la triste realidad. Gente a su alrededor, sin decir palabra, colocaban dinero en sus manos, dinero que iba a ser necesario para regresar al rancho, para enterrar a su hija y con ella, muchos sueños.

Había tenido sueños. De niña había querido estudiar, pero no terminó ni el primer año. Con dificultad podía deletrear alguna palabra; realmente ni sabía leer. De jovencita salió hacia el pueblo más cercano con sus plátanos, sus tamales, lo que fuera, e iba vendiendo de casa en casa. Pero las necesidades de su familia consumían a diario el fruto de su trabajo.

Luego vio a un joven del rancho vecino y a primera vista se enamoró de él. Años más tarde él la buscó, y ella se acordó de ese enamoramiento juvenil. Tuvieron varios hijos. Pero su vida era desdichada. La familia de él, con quien vivían, la hacía a ella y a sus hijos a un lado. Su marido tomaba con desesperación. La pobreza y la opresión devoraban sus días.

Un día regresó de vender y encontró a su hijita de tres años comiendo con los animales. Unas semanas después comenzó a enfermar. A pesar de todos los esfuerzos para salvarla, la niña falleció de una enfermedad propia de los puercos. Y ahí estaba, tan quieta, tan cerca, pero tan lejos.

Regresaron al rancho. Su hijito de cinco años interrumpió su dolor con una estocada de realidad: —Mamá, la bebé. 

Sus pequeños brazos sostenían a una niña de apenas unos meses de edad, gimiendo débilmente pues hacía horas se le habían agotado las fuerzas.

¡Dios mío! ¡Su bebé!  En su angustia se le había olvidado. Los sollozos débiles de la niña viva le desgarraron el corazón. Trató de acercarla a su pecho, pero parecía ser ya tarde. La niña ya casi no succionaba.

Los siguientes días pasaron en una nube de dolor. El entierro. Los nueve días. Su marido refugiándose en el alcohol. Los ojitos abatidos y silenciosos de su hijo. Y su bebé evaporándose día a día hasta que parecía que no iba a quedar nada. Ester sentía los mariposeos de una nueva vida en su vientre, pero ni esta noticia la logró alegrar. Se consumía en un sufrimiento que parecía arrasar con todo lo que había soñado.

¿Dónde estaba Dios? ¿Se había olvidado de ella?

—Señor, ayúdame. Quiero vivir. Quiero tener a mi familia conmigo. Siempre soñé con una cocinita mía, con mi propio fogón y mis hijos comiendo alrededor de ella.

No escuchó ninguna respuesta. Pero de pronto vino a su mente una conversación de meses atrás. Una viejita que vino al rancho de visita.

—Vénganse a la playa— les había dicho. —La vida es diferente ahí. Yo les ayudo a encontrar trabajo. Ya no puedes estar aquí, Estercita.

Esas palabras fueron aumentando de volumen en su mente hasta que se volvieron una obsesión. Buscó un momento en que su amado marido estaba lúcido y se acercó a él. 

—Ya no podemos estar aquí. Por favor, vámonos con doña Juanita. Yo ya no quiero estar aquí.

—Estás loca, mujer— le contestó bruscamente su esposo—. Con todo lo que ha pasado, ¿y te quieres ir? 

—La otra niña se nos está muriendo. Yo aquí no me quedo. Si no te vas, me voy sin ti.

No hubo respuesta. Levantó el machete y salió a chapear como si quisiera destruir todo a su alrededor.

Ester regresó a su cuartito ya resuelta. Agarró una cobijita, y en ella empacó una muda de ropa para el niño, para la bebé, para ella y para su marido también. Luego añadió todos los trapos que podía encontrar,  pues servirían para pañales. Su bebé tenía una diarrea severa, y los iba a necesitar. 

Sentía que se le acababan las fuerzas. La enfermedad de su hija se le estaba pasando a ella, y se mareaba al caminar. Ya entrada la noche, como una sombra apareció su marido a su lado. —¿A qué hora nos vamos?— le susurró.

—Antes del amanecer— contestó ella. —No se deben dar cuenta que nos fuimos hasta que estemos lejos. 

—Bien— asintió su compañero.

Ester apretó a su niñita contra su cuerpo y no dijo nada, sino que el cansancio la envolvió.

—Despierta ya, mujer— le decía su marido, zarandeándola en la oscuridad.

Apresurada se levantó, recogió el bulto que había preparado la noche anterior y salieron a paso ligero con el niño casi corriendo atrás de ellos. Eran las cuatro de la mañana. Pasaron la tumba fresca de su niña, pero Ester ni siquiera volteó. No podía, o se derrumbaría ahí mismo.

Las horas pasaron. El cielo comenzó a clarear y ellos aceleraban más el paso. Su marido cargaba al niño a ratos, y a ratos le ayudaba con la bebé. Un tiempo después una camioneta les ofreció un aventón. Luego a andar nuevamente sobre el camino polvoriento. Finalmente llegaron al pueblo más cercano, por ahí de las cuatro de la tarde.

No llevaban más que 40 pesos, pero con eso les alcanzó para el pasaje al puerto. La bebé no hacía más que dormir. Ester tenía que acercar su mano a su diminuta nariz para cerciorarse de que todavía respiraba. 

Una energía, una vida la impulsaba hacia adelante. No había otra cosa que hacer, mas que obedecer esa voz. —Ven a la playa —le decía —. Ahí te encontraré.

Ya oscurecido llegaron al puerto. Su marido averiguó cómo dirigirse al mar, y como a las diez de la noche el vehículo llegó a la última parada. 

La pequeña familia se bajó. Un niñito triste, un hombre con desesperación que parecía enloquecerlo, una bebé consumida y al borde de la muerte y una mujer determinada, con un propósito firme. 

El hombre fue a la casita más cercana y preguntó: —¿Conocen a doña Juana?

—Sí, es mi mamá— fue la respuesta. A doscientos metros se encontraba la casa.

Ester caminaba lentamente, aunque con decisión. Ya estaban en la playa, ¿ahora qué?

Llamaron a la sencilla casita de caña. En la distancia se escuchaba el murmurar del mar. Una mujer joven abrió la puerta y los pasó. Detrás, los ojos compasivos de la anciana los recibieron. Con un gotero le dieron a la niña un poco de agua de arroz. A los demás les dieron tortillas con frijoles y les acomodaron un lugar para acostarse.

Se durmieron al son de las olas rompiendo sobre la arena y por primera vez en muchas semanas, todos descansaron.

Ya hace más de una década que Ester y su familia están en la playa. No sucedió de un día para otro, pero poco a poco fueron despertando sus sueños. La niña sanó. Su marido dejó de tomar y aprendió a sacar el fruto del mar y a bajar cocos. Sus hijos pudieron ir a la escuela. Con el paso del tiempo, la familia ya crecida en número, recuperó la esperanza. Conocieron personalmente a ese Dios quien los llamó a la playa para redimirlos. Y sí, Ester tiene su propia cocinita de paredes de carrizo, su fogón, y a sus hijos alrededor de la mesa, tal como lo había anhelado.

Tomado de la revista Prisma 42-2

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