No pongas un punto donde Dios puso una coma

El único que puede enderezar lo torcido es Él

Por Virginia Martínez

Comencé a correr con todas mis fuerzas. El aire me quemaba el pecho, parecía que tenía un martillo en la cabeza golpeando sin cesar y un torrente incontrolable salía de mis ojos impidiéndome ver el camino con claridad. El terror me empujaba. No quería voltear pero a la vez quería estar segura de que nadie me seguía.

Por fin llegué a casa. Mis manos temblorosas buscaron la llave y con nerviosismo abrí el candado, levanté la manija, jalé la reja, entré y de golpe cerré el portón, asegurándome que el candado estuviera bien puesto.  Jadeando, me recargué en la pared.

No quería que me vieran. Estaba dentro del zaguán, pero no dentro de la casa. Cerca de aquellos que me amaban, pero la vergüenza era una muralla entre nosotros. A un paso de la seguridad, pero atrapada por el temor que me paralizaba. Mi cuerpo quería gritar pero lo único que se escuchaba era el silencio aplastante de mi dolor.

Estaba tan cerca y tan lejos a la vez. En ese momento juré que nunca más me harían daño. Prefería matar que ser agredida de nuevo. Era un punto final. Ya nada sería igual. Algo murió en mi interior y yo sabía que no habría resurrección.

De pronto escuché la voz de mi Padre: «¿Eres tú, mijita?» Yo no lo esperaba porque creía que estaba de viaje, pero su voz me desmoronó. ¿Cómo decirle que sí era yo, pero ya no era la misma? Sin poder contestar, avancé a ciegas y me topé con sus brazos extendidos. Me envolvió en un abrazo. Quise salirme de su amor, pero me apretó contra su pecho.

«¿Qué te pasó?» preguntó, acariciando mi cabello. Me dejó llorar hasta que la presa se vació. Le fui dando detalles. Su rostro se ensombreció y supe que le dolía aún más que a mí. Vi su ira y sentí su impotencia para protegerme de algo que ya había sucedido y que él hubiera querido evitar a toda costa. Pero también experimenté su aceptación y amor incondicional. Aunque yo estaba abrumada de rabia, vergüenza y dolor, él seguía callado, abrazándome con fuerte ternura.

Poco a poco descansé y dejé que su presencia me acariciara. «Dios tiene un propósito en tu vida», me aseguró. «Él estuvo ahí contigo y te trajo de regreso a casa. Confía en Él». «No papi, ya no puedo confiar, nunca más», insistí mientras los recuerdos bombardeaban mi ser.

«El único que puede sanarte es Él. El único que puede darte vida es Él. El único que puede enderezar lo torcido es Él. Ponte en las manos de aquel que calmó la tempestad. Si el viento y el mar le obedecen, ¿no crees que puede hacer algo nuevo en ti?».

Han pasado 35 años y ahora sé que lo que murió en mí ese fatídico día, hoy ha renacido en alguien que confía en Dios en las buenas y en las malas, ha renacido en la certeza de que el soberano Dios está conmigo en todo momento, aún en aquellos en los que parecía que se alejó y que no le importó. Lo que yo pensé era un punto final, Dios lo convirtió en una coma y adelante.  Mi vida sigue. Hay cicatrices, pero me recuerdan que aunque hubo heridas, he sido sanada y tengo esperanza no sólo de vida aquí en la tierra, sino de vida eterna cuando deje este mundo. La promesa de Dios dada a Moisés, Josué y cada creyente es fiel: «Yo estoy contigo, dondequiera que vayas».

Tomado de la revista Prisma 43-4, julio-agosto 2015

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