¡No es justo!
¿Cómo manejar un pleito entre hermanas?
Por Diana Garrett del Río
Un grito de indignación desvió mi atención hacia la mesa donde mi amiga Ana le estaba dando de comer a sus pequeñas. Liliana, de 4 años, manoteaba y lloraba porque su hermana, Graciela, de 6, le había arrebatado todas sus papitas del plato en un movimiento hábil, y ahora parecía ardillita traviesa con sus cachetitos inflados y sus ojos llenos de picardía.
Me quedé mirando atenta, para ver cómo lo iba a resolver su madre. ¿Enviaría a la transgresora a su recámara para recapacitar? ¿Le daría un regaño? ¿Una nalgada? ¿Distraería a la víctima para que se olvidara del asunto? Nada de lo anterior.
Ana, ignorando por el momento a Graciela, enfocó toda su atención sobre Liliana, no para apaciguarla, sino para detener el berrinche. «Hija, mírame. Déjalo ir». Solo aumentaron las quejas de Liliana, diciendo, «Pero ella me quitó TODAS mis papas, mamá. No es justo. Ella tenía las suyas y me quitó las mías».
Alzando suavemente la voz, su madre insistió: «Lo sé, Lili. Pero déjalo ir. No sé por qué estás peleando. Mira, aquí hay una bolsa llena de papas. Hay papas para todos. Suéltalo, hijita». Lili se quejó una o dos veces más, pero luego obedeció a su madre, aceptó las papas que le sirvió y siguió comiendo tranquilamente.
Creí que había acabado el asunto ahí, pero no. Ana tomó a Graciela firmemente del hombro y le dijo en voz muy queda, «Y tú, tú sabes lo que hiciste». De ahí la madre siguió comiendo como si no hubiera pasado nada. Mientras el rostro de la niña mayor se ensombrecía ardiendo de vergüenza. Había pasado menos de un minuto desde el inicio del problema.
Pero yo pasé más de un mes meditando sobre este incidente, la gran sabiduría de la joven madre y las eternas enseñanzas de mi Señor para mi vida.
Primero veamos a Graciela, la que provocó el problema. ¿Cuál fue su propósito al arrebatarle las papas a su hermana? Obviamente no era por hambre, pues todos los días había suficiente en la mesa para todos. Era porque quería tener el control de la situación, sentirse poderosa. Quería lastimar a su hermanita, hacerla ver que ella era más hábil, más astuta. Pero no sólo eso. Estaba empeñada en controlar también a su mamá. Hacerla enojar y gritar. En una palabra, quería enfocar la atención sobre sí misma, y por unos momentos controlar a la familia entera.
Y no lo logró. Su estrategia se vino abajo cuando su mamá dirigió su atención en primera instancia hacia su hermana Lili. Así, Graciela lo perdió todo: la atención, el poder, el control. Lo único que recibió fue una dosis de vergüenza, el ingrediente más importante para formar la conciencia y enseñarnos a huir del pecado. La próxima vez que Graciela quiera provocar un conflicto similar seguramente lo pensará dos veces.
Ahora miremos a Liliana. La pequeña tenía un sentido de la justicia. Ojo por ojo. Diente por diente. Todos los niños lo tienen, y la mayoría de los adultos seguimos viviendo bajo esta regla. Creemos, como Liliana, que el pecado acarrea ciertas consecuencias, y pretendemos saber cuáles son.
Pero la madre de Liliana sabe que la justicia va de la mano con la misericordia y el perdón. No hay justicia, si no hay misericordia, y sin ambos el perdón no se otorga. Es por esto que su atención se dirige primeramente en invitar a su hijita a madurar, a aprender a tener misericordia y perdonar aun en las situaciones más injustas.
Pero ahí no terminan las lecciones amorosas de Ana. Invita a su hija a quitar la mirada de lo que le fue arrebatado (las papitas de su plato) y mirar la abundancia (una bolsa repleta de papas) y sobre todo, la fuente de provisión (su madre).
No hay necesidad de conflicto porque aunque Graciela le quite todo a Lili, no es capaz de quitarle la provisión que su madre tiene para ella. La seguridad de Lili y su bienestar están en su mamá. Cuando la niña llegó a entender eso, el robo de su hermana perdió importancia, lo soltó, la perdonó y recuperó su paz de espíritu.
Ahora miro a mi Señor
¿Cuántas veces he ido delante de Dios con una queja parecida a la de Liliana? «¡Señor! Mira lo que me está haciendo. No es justo. Me quitó lo mío».
Y el Señor hace lo siguiente:
Dirige mi atención hacia Él, el único Proveedor y me enseña que aunque me quiten todo, Él tiene abundancia para reponérmelo. Su provisión no sólo fluye hacia mí, sino también para el que pecó contra mí.
Insiste en que necesito perdonar, necesito soltar el asunto, no porque el otro se lo merezca, sino porque yo necesito aprender a vivir esa justicia con misericordia que sólo Él conoce.
Persevera conmigo, ofreciéndome atención y enseñanza, hasta que se restaura la paz en mi espíritu. No me alcahuetea, y a veces no me defiende como pienso que lo debería hacer, pero sí me ofrece su presencia.
Y a veces me porto como Graciela buscando egoístamente la atención de mis hermanos, y de mi Padre celestial. Quiero controlar la situación, y que la gente me vea a mí, aunque sea por unos momentos. O peor aún, imagino que el Señor está ahí para hacer lo que yo quiero y que puedo controlar lo que Él hace.
Por un momento parece que el Señor me da rienda suelta en mi extravío. Pone frenos a otros pero a mí me deja que siga con lo que estoy haciendo. Me siento bien. Casi parece que tengo la bendición del Señor. Pero si me detengo un momento, me doy cuenta de que el Señor me está ignorando.
Me abandona a mi necedad. De pronto, cae sobre mí una vergüenza ardiente que parece quemar todo el pecado que había estado escondiendo. Estoy aliviada, porque he sido invitada al arrepentimiento. El Señor sí me ama. No fui abandonada en mi pecado, sino que he sido rescatada de toda aquella fealdad en mi ser.
El Señor ama a cada uno de sus hijos,
invitándonos a crecer y a vivir la justicia y la misericordia como Él las conoce. Su aparente dureza, o indiferencia son simplemente aspectos de su infinita misericordia. Y el Espíritu de Dios está ahí para abrirme los ojos.
Todo esto lo aprendí de una joven madre que supervisaba amorosamente a sus hijitas.
Tomado de la revista Prisma 42-4