No con oro ni con plata

Foto por Siqi Li

No todo lo que brilla, es oro

Por Isabel Castillo

Cuando niña, mi abuelo era copropietario de la joyería La Princesa, en la Ciudad de México, la que desde 1909 se ha caracterizado por tener gran calidad en sus productos y servicios, y de ser una de las más importantes del país.  

Tengo un juego de cubiertos que mi mamá siempre guardaba como algo especial. Los limpiaba en un recipiente de aluminio, lo llenaba con agua y sal y, ahí los dejaba. El azufre se evaporaba y quedaban limpios y relucientes, aunque la cocina se llenaba de olores no muy agradables. Olía a huevo podrido y basura.

Hace poco fui a una plaza en San Ángel, para que me evaluaran tan apreciadas herramientas para comer, curiosa de saber a cuánto ascendía su valor en el mercado.

Un tanto nerviosa y ocultando mi tesoro en una bolsa de yute común y corriente, llegué al lugar en donde un joven oaxaqueño, tomando en sus manos cada uno de mis cubiertos y mirándolos por tan sólo un instante, repetía: 

—No es plata, no es plata, no es plata, no es. . .

—¿Cómo que no es plata? —le injurié—. Pero si mi mamá, cada que había una visita importante sacaba su mejor vajilla y acomodaba cada cubierto a lado de cada plato: la cuchara sopera y el cuchillo a la derecha, el tenedor a la izquierda; la cucharita cafetera enfrente. Los tenedores para el pastel, en una mesita, aparte. 

El  joven me miraba sin emoción alguna, seguro de lo que afirmaba y, entonces, le pregunté:

—Oiga, joven, y si no es plata, ¿entonces, qué es?

—Es alpaca, señora —me respondió tranquilo y reiteró—, es alpaca.

Me vino a la mente el dicho popular: No todo lo que brilla, es oro y también los versículos 18 y 19, que están en la primera carta del apóstol Pedro: «Sabiendo que fueron rescatados de su vana manera de vivir, la cual recibieron de sus padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación».

Pronto mi sorpresa se convirtió en alabanza y recordé que tengo un Padre en los cielos que me ama y provee para mis necesidades aquí en la tierra y que no debo angustiarme ante cualquier situación inesperada ni confiar en las riquezas, porque como dice Pablo a Timoteo en su primera carta: «Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto».

Entonces, no es la plata ni el oro, sino mi Padre Celestial quien le da valor a mi vida. 

Tomado de la revista Prisma 42-6

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