La Sangre da vida
Una experiencia de transformación
Por Maribel Heredia de Harris
Hasta hace poco me encontraba en una situación de desgaste y cansancio que no llegaba a dimensionar. El trabajo y la productividad económica siempre fueron temas centrales en mi familia y han sido prioritarios en mi vida. Así fui enseñada. Al elegir mi profesión, siendo joven, se la ofrecí a Dios. Por lo que cada vez que venía a mí el pensamiento de parar por saber que me extralimitaba, aparecía la excusa perfecta: “Pero es mi carrera y la ofrecí así que sigo”.
En realidad había caído en una situación compulsiva en donde a todo decía que sí y cargaba mi agenda como para de verdad no tener ningún momento de descanso. Quizás es que no quería encontrarme a solas con Dios. Mejor ocupada que a la escucha.
En cuanto a mi fe, era algo parecido. Cumplir, el deber ser y no parar. Sin embargo hacía tiempo que mi alma tenía sed de Dios. Mi mente inquieta y cuestionadora no dejaba de hacer preguntas. Cada día me sentía más seca en mi pasión por Dios, más desesperanzada en mi visión de la vida y la humanidad. Solía pensar: “Todo está mal, nada es honesto en las personas, vamos de caída como sociedad, y a Dios no lo veo, no lo siento”. Sin embargo caminaba en obediencia. A pesar de que mi fe flaqueaba seguía como cristiana en obediencia.
De pronto, enfermé de gravedad. Recuerdo que una semana antes de ser internada y platicando con mi familia sobre la vida, Dios y la sociedad, me atreví a compartir con ellos un tema que me inquietaba.
Les dije: “Sé que todo es verdad, creo en Dios, en Cristo, pero me es tan difícil entender por qué el tema central de la redención está en el derramamiento de sangre para purificación. En nuestra sociedad la sangre tiene connotación diferente, sí en salud, pero jamás nadie pensaría lavar o limpiar algo con sangre, al contrario, para algunos suele ser repugnante, ocasión de desmayos y horror en el crimen. La idea de sacrificio y la sangre se relaciona con culturas primitivas y salvajes. Cómo explicar que nuestro culto gira alrededor de algo tan controvertido si a los ojos de cualquier ser racional es locura. Aún así creo pero no entiendo”.
El fin de semana inicié con una serie de síntomas desconocidos para mí que hicieron que fuera internada por urgencias. Ingresé en estado grave que se convirtió en pocas horas en estado crítico. El diagnóstico de entrada fue de Anemia Hemolítica Autoinmune. Esto es una condición en la que el propio sistema de defensa del cuerpo ataca a la hemoglobina o glóbulos rojos de la sangre.
Actualmente, el diagnóstico es Síndrome antifosfolípido, una compleja condición del sistema inmunológico de orden genético que puede atacar en cualquier momento cualquier órgano del cuerpo. En esta ocasión atacó a mi sangre. Me explicaron que bajo el efecto de la cortisona esperaban aplacar a mi sistema de defensa para detener la destrucción de hemoglobina y que después habría que esperar a que mi propio sistema volviese a producirla. No había posibilidad de transfusión, era solo esperar.
Fue aterrador darme cuenta que yo misma era la causante de tal destrucción masiva de sangre, que si mi cuerpo no respondía al tratamiento podría incluso perder la vida. Mis pulmones estaban comprometidos y en pocas horas mi vesícula ya estaba dañada. Todo se deterioraba y yo no podía hacer nada para detenerlo.
Ingresé por urgencias, enojada y rebelde, no queriendo ponerme en manos de Dios, culpándolo de no dejarme salir adelante con mis proyectos y afirmando que yo no cedería y que no iría a otro lado. Me sentía Jonás resistiendo ir a Nínive. Pero cuál fue mi sorpresa, Dios con infinito amor me tomó entre sus manos, me hizo su alumna, se convirtió en mi Maestro y se tomó el tiempo de llevarme a una experiencia única.
La primera noche fue la más crítica. Estuve en el límite de entrar a paro cardiaco. No recuerdo bien en qué momento, entre tanto dolor y miedo llegó la claridad. Recordé estar con mi familia y hacer la pregunta sobre la sangre en nuestra fe.
Tardé en entender que esto no era una casualidad sino que Dios en su inmensa misericordia me respondía. Si yo perdía mi sangre, simplemente moriría. ¡Jesús derramó su sangre por mí para vida eterna! Algo tan escuchado y tan estudiado hoy cobraba todo el sentido para mí.
Seguido a esto me inundó, en medio del dolor, un gran gozo y paz difíciles de explicar. La certeza de que Dios me sostenía en sus manos todo el tiempo y la alegría de seguir viva.
Experimenté a Dios de una manera increíble. Hoy por fe vivo y sé que todo es para su honra y gloria.
A pesar de tener una vida exitosa en cuanto a mi labor profesional y económica, un esposo excepcional, dos hijas extraordinarias y una familia amorosa, llevaba años enfrentando un sentimiento de culpa que me generaba depresión, ansiedad y la búsqueda incesante de paz interior. Me encantaría decir que todo estaba bien, pero aunque a la luz del mundo tenía todo, me faltaba algo.
Después de encontrarme cara a cara con la muerte y experimentar la presencia y toque de Dios tan palpable en mi cuerpo y ser, recapitulé sobre todo lo que había hecho en el pasado buscando saciar mi sed del alma. Llevaba años amando a Dios, estudiando su Palabra, asistiendo a la congregación, haciendo buenas obras, sirviéndole de una manera u otra pero todo era como un ejercicio vacío.
Era imprescindible ese toque divino en mi vida y llegó cuando yo ya no podía hacer nada por mí misma. No tenía forma de obligar a mis células a actuar como quería. No había recurso médico, económico o emocional de ningún tipo, solo podía esperar. Gloria a Dios, lo que llegó fue una sanidad mucho más profunda que solo física.
A Dios doy gracias por su grande amor y a Jesucristo por el sacrificio que hizo al derramar su sangre, que es vida, por cada uno de nosotros, lo que nos asegura que si creemos en él, tenemos vida eterna.
Tomado de la RP 43-3, mayo-junio 2015